Jerónima
de las Cuevas entra en el estudio del Greco. Detrás, su criado con una pintura
entre los brazos. Cierra la puerta de golpe. El Greco y sus ayudantes la miran.
Ella se dirige al pintor de forma airada.
–Griego,
paso porque no te quieras casar conmigo y porque me utilices como si fuera tu
esposa; paso porque reconozcas a nuestro hijo José Manuel como tal, aunque lo
presentes como si fuera tu sobrino; porque tenga que mantenernos mi padre, ya
que tú, llevado por tu tacañería, dices no tener dinero. Paso porque me uses
como modelo para tus cuadros de vírgenes y santas de forma gratuita. Pero por
lo que no paso es por este retrato. ¿Tú qué te crees? –Jerónima señala la
pintura que todavía mantiene entre sus brazos el criado.– ¿Qué voy a estar
contenta con esos sayales verdes que me has puesto igual que si fuera una de
tus santas o vírgenes? Pues mira. No. Por ahí no paso. Y no se te ocurra decir
que no sabes hacer los ropajes de otra manera, porque no hay más que ver el
raso que le has pintado al cardenal don Fernando Niño de Guevara. Sí, sí, ése
raso color vino, sedas y encajes que no hay mejores; telas que a mi juicio, no
merece. Anillos en las manos, asiento de terciopelo, hasta gafas le has
colocado. Claro, a lo mejor tu esmero se debe a que le tienes miedo a las
llamitas de la Inquisición. Pues, ya sabes, a rezar como todo el mundo. Pero
eso de que a mí, a la madre de tu único hijo, no hayas sido capaz de colocarle
ni una pulsera, que no hombre, que no. Que por eso no paso.
–Pero, Jerónima, yo... ‒balbucea el Griego mientras sus ayudantes lo
contemplan con asombro.
–No me des ninguna disculpa. No la acepto. ¿Qué que quiero que hagas?
Pues muy fácil. Me pintas por encima un cuellecito, y alguna que otra cosa y me
alegras un poco la cara, que vaya tristeza me has puesto en los ojos. Y no vale
decirme que soy así. Yo no soy triste, y si te lo parezco, ¿por qué te divierte
tanto meterte en la cama conmigo? ¡Ah!, ahora comprendo lo que me susurras
mientras yacemos. ¿Pero cómo me puedes decir que te gusto porque no te miro?
Jesús, ahora resulta que le gusto porque cierro los ojos. Pero, ¡hombre!, al
menos arréglame un poco el cutis, que me has puesto piel de labriega. Mira,
mejor, déjalo. Si no sabes hacerlo, ya me encargaré yo de buscar a alguien que
lo arregle. Eso sí, luego no te pongas celoso.
Un atardecer la mujer vuelve a entrar en el estudio del pintor con su
retrato porteado por un chiquillo.
–Ponlo ahí, niño –Jerónima le entrega una moneda–. Y tú, Griego,
acércate. Vas a ver lo que es un retrato bien hecho –con franca alegría en los
ojos, Jerónima retira la tela que cubre el lienzo–. Mira, fíjate en mi boquita,
roja como una flor, por no hablar de mis ojos, grandes y negros como tizones,
con ese mirar dulce y elegante de mi condición de señora. ¿Y qué me dices de mi
tez nacarina? ¡Mira que hermoso cuello de armiño me rodea la garganta! ¿Y el
puño de encaje? ¿Y qué te parece el rubí del anillo? ¿Y el cinquillo de
diamantes? ¿Te has fijado en el collar de monedas que se vislumbra por debajo
del pañuelo? En fin. Esto es otra cosa.
Griego, a ver si aprendes y en vez de quejarte de que el rey no desea
comprar tus pinturas, trabajas como Dios manda. ¿Quién va a querer que lo
retraten como a un espíritu de la golosina? Por cierto, me voy a pasar unos
días al cigarral de mi padre.
¿Que si voy sola? No. Claro que no. Mi padre ha invitado al joven que ha
rehecho el lienzo. Ése que desde hace unos meses falta de tu estudio. Por
cierto, ¿sabes que me ha dicho el pintor? Dice que lo que más le divierte de
este mundo es besar mis párpados y enredar los labios en mis sedosas pestañas.
Ahora que lo pienso. Para esto también tengo que tener los ojos cerrados.
© Malena Teigeiro
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