Cosiendo la vela Joaquín Sorolla |
— ¿No te impresiona la luz, el blanco tan
intenso y el reflejo azulado? — le pregunta una mujer a otra en el silencio
impuesto de una exposición.
El azul, era el azul del mar, de sus ojos
en la mañana de verano. El azul que parecía temblar como una prolongación del
sueño en los postes que sostienen unos geranios reventones, eso era lo que más
sorprendía a Antonia de su nueva vida, el color, la luz. Se había retrasado al
ir a remendar las velas, y al entrar sus amigas se rieron al verla
aturdida y con cara de pasmo.
— Los ojitos azules de Juan son los
que te hacen llegar tarde —y ella bajaba los suyos con picardía.
Aunque había llegado hacía menos de
un mes de otro pueblo, un pueblo de montaña amarillento y adusto, la aceptaron
como una más, pues Juan, su marido era hermano de la Amparo.
Juan era el chico guapo del pueblo; el
pescador enjuto y valiente con ojos de mar, el hombre que bromeaba con todas
sin casarse con ninguna, hasta que apareció con Antonia, una morena menuda, de
hombros redondeados y una promesa de ensanchamiento recogida en el corpiño. La
piel muy blanca, el pelo negro y unos ojos como azogues que podían asustar
cuando se quedaban fijos, como si viera algo más allá que los otros no
alcanzaran a distinguir. La habían contratado con otras cuatro mujeres
para remendar las velas, dos hombres viejos las ayudan para manejar esas
pesadas lonas. Vicente es uno de ellos, que sin cambiarse nunca la
descolorida camisa roja ni el sombrero de paja, se ocupa de enseñar a Antonia,
a la que protege con su sombra y la llama miñona y chiqueta. Ella, que no
conoció padre, le hacía gracia que la tratara así, aunque le llamara Don
Vicente.
— Bah, éstas de la montaña que señoritas
son. ¡Llamarme a mi Don!, si no me lo dicen ni en un papel.
El trabajo lo realizaban en un emparrado
estrecho bordeado de plantas. Al fondo, sin que nadie le viera se sentaba Don
Tomás en su mecedora. De sus barcos eran las velas y quería que se remendaran
en el patio trasero de la casa; le gustaba oír el cotorreo de las mujeres y
mirarlas. A veces salía a comprobar como iba el trabajo o a ofrecerles un
refresco de limón.
— A mi abuela Antonia lo que más le
gustaba de este cuadro, es que podías olerlo —vuelve a susurrar la misma mujer
a la otra.
— Hasta la parra y la tierra puedo oler,
decía plantándose delante del cuadro.
Don Tomás era un hombre gordo, vestido
siempre con un pantalón claro, tirantes sobre una holgada camisa y un chaleco
abierto de colores vivos, con un puro como continuación de su boca o su
mano, y pese a su tamaño, parecía ágil y pausado a la vez.
Llevaba viudo muchos años, no tuvo hijos y
sí una buena fortuna, pero no se le conocían líos ni amores; durante un tiempo
apareció una parienta de su mujer a consolarle, pero al poco se fue, pues él no
buscaba consuelo y para desahogos se iba a la ciudad a pasar una semana, volvía
reluciente y con reservas de vino y puros. Y aunque fuera el dueño de casi todo,
le consideraban un hombre al que se podía acudir en caso de necesidad o de
consejo, y a más de uno le pagó estudios.
Cuando Antonia se quedó embarazada Don
Tomás la puso en un sitio más fresco y que si se mareaba se fuera a su casa: el
niño era lo importante y se lo decía con ternura, con la solicitud de sus ojos
azules. Eran sorprendentes esas turquesas en medio de lacara gordinflona y el
bigote lacio.
Juan, el esquivo y guapo marido
pasaba mucho tiempo en el mar. Al volver, ella se llena de su sabor a sal
y él la mece con la ternura del deseo crecido en la ausencia. No aguantaba
mucho en la casa. La tierra era demasiado firme para él.
Alguna tarde cuando Juan iba a recogerla,
Don Tomás le hacía pasar a la casa, aunque él se resistiera, y se le
incendiaban los ojos azules como hielos vibrantes. Antonia sabía que cuando se
alejaban, el hombre mayor se asomaba a la ventana para verlos desaparecer.
— ¿Por qué te pones así?, si es un
buen hombre.
— ¿Tú que sabrás?—y parecía que un
cuchillo atravesara su boca— ¡Buen hombre!
Una mañana las mujeres hablaban: son como
sudarios, a mí que me entierren en una vela rota y me tiren al mar, ¡anda ya!,
para mí son blancas como cama de novia, pues yo las veo como un camino de
espuma que no se acaba nunca. En medio del parloteo apareció un señor con Don
Tomás.
— Buenos días señoras —y empezó a mirarlas
y a darles amables órdenes.
— Tú sentada. No, mejor de pie, ahí
detrás. Que se siente la chica embarazada. Un hombre al fondo, esa camisa
roja... No sé.
— Pues tendrá que saber, señor, yo no me
la quito ni para dormir.
Vicente cuchicheó que era un buen amigo de
Don Tomás desde hacía tiempo y que ese señor era un pintor muy famoso en el
extranjero y todo, y se llamaba Don Joaquín. Las mujeres soltaron las
velas y le miraron.
Por fin, terminó de colocarlas y se sentó
detrás de un caballete a pintar. Tenía barba, un sombrero y miraba con una
concentración que las dejaba quietas y en silencio. Solo se oía el
rascar del carboncillo contra la tela y el zumbido de los abejorros.
Pasaron unos días y él ya no necesitaba
que estuvieran quietas. Antes de marcharse a sus casas las dejaba mirar. Se
reían. No podían creer que fueran ellas las del cuadro y a lo mejor
hasta se iban a América retratadas.
Pero el cuadro nunca salió de esa casa.
— Lo que menos le gustaba del cuadro a mi
abuela era lo de mi abuelo, su Juan, —vuelve a murmurar la mujer.
Juan no volvió. Unas voces decían, la mar
es traicionera, otras, y el Juan de poco fiar. Antonia se vio agarrada a una
aguja, una vela rota y un dolor que le abrió en canal. Su hijo nació en esa
casa, casi con las velas de cuna y con unos ojos tan azules, que parecía que el
cielo se ahogara en ellos.
Don Tomás se empeñó en que se quedaran en
su casa, hasta que volviera Juan, ahí estarían protegidos. Ella no tenía
familia, él tampoco, y aunque Antonia se negó al principio, al cabo de pocos
meses se fue a la casa de Don Tomás que no se cansaba de repetir.
— Te lo creas o no, Antonia, este es el
sitio que le corresponde al niño.
© Cristina Vázquez Salinero
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