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lunes, 25 de abril de 2016

Cristina Vázquez Salinero; Las Velas

Cosiendo la vela
Joaquín Sorolla


— ¿No te impresiona la luz, el blanco tan intenso y el reflejo azulado? — le pregunta una mujer a otra en el silencio impuesto de una exposición.

El azul, era el azul del mar, de sus ojos en la mañana de verano. El azul que parecía temblar como una prolongación del sueño en los postes que sostienen unos geranios reventones, eso era lo que más sorprendía a Antonia de su nueva vida, el color, la luz. Se había retrasado al ir a remendar las velas,  y al entrar sus amigas se rieron al verla aturdida y con cara de pasmo.

— Los ojitos azules  de Juan son los que te hacen llegar tarde  —y ella bajaba los suyos con picardía.

 Aunque había llegado hacía menos de un mes de otro pueblo, un pueblo de montaña amarillento y adusto, la aceptaron como una más, pues Juan, su marido era hermano de  la Amparo.

Juan era el chico guapo del pueblo; el pescador enjuto y valiente con ojos de mar, el hombre que bromeaba con todas sin casarse con ninguna, hasta que apareció con Antonia, una morena menuda, de hombros redondeados y una promesa de ensanchamiento recogida en el corpiño. La piel muy blanca, el pelo negro y unos ojos como azogues que podían asustar cuando se quedaban fijos, como si viera algo más allá que los otros no alcanzaran a distinguir.  La habían contratado con otras cuatro mujeres para remendar las velas, dos hombres viejos las ayudan para manejar esas pesadas lonas. Vicente es uno de ellos, que  sin  cambiarse nunca la descolorida camisa roja ni el sombrero de paja, se ocupa de enseñar a Antonia, a la que protege con su sombra y la llama miñona y chiqueta. Ella, que no conoció padre, le hacía gracia que la tratara así, aunque le llamara Don Vicente.

— Bah, éstas de la montaña que señoritas son. ¡Llamarme a mi Don!, si no me lo dicen ni en un papel.

El trabajo lo realizaban en un emparrado estrecho bordeado de plantas. Al fondo, sin que nadie le viera se sentaba Don Tomás en su mecedora. De sus barcos eran las velas y quería que se remendaran en el patio trasero de la casa; le gustaba oír el cotorreo de las mujeres y mirarlas. A veces salía a comprobar como iba el trabajo o a ofrecerles un refresco de limón.

— A mi abuela Antonia lo que más le gustaba de este cuadro, es que podías olerlo —vuelve a susurrar la misma mujer a la otra.

— Hasta la parra y la tierra puedo oler, decía plantándose delante del cuadro.  

Don Tomás era un hombre gordo, vestido siempre con un pantalón claro, tirantes sobre una holgada camisa y un chaleco abierto de colores vivos, con  un puro como continuación de su boca o su mano, y pese a su tamaño, parecía ágil y pausado a la vez.

Llevaba viudo muchos años, no tuvo hijos y sí una buena fortuna, pero no se le conocían líos ni amores; durante un tiempo apareció una parienta de su mujer a consolarle, pero al poco se fue, pues él no buscaba consuelo y para desahogos se iba a la ciudad a pasar una semana, volvía reluciente y con reservas de vino y puros. Y aunque fuera el dueño de casi todo, le consideraban un hombre al que se podía acudir en caso de necesidad o de consejo, y a más de uno le pagó estudios.

Cuando Antonia se quedó embarazada Don Tomás la puso en un sitio más fresco y que si se mareaba se fuera a su casa: el niño era lo importante y se lo decía con ternura, con la solicitud de sus ojos azules. Eran sorprendentes esas turquesas en medio de lacara gordinflona y el bigote lacio.

Juan, el esquivo y guapo marido  pasaba mucho tiempo en el mar. Al volver, ella se llena de su sabor a sal y él la mece con la ternura del deseo crecido en la ausencia. No aguantaba mucho en la casa.  La tierra era demasiado firme para él.

Alguna tarde cuando Juan iba a recogerla, Don Tomás le hacía pasar a la casa, aunque él se resistiera, y se le incendiaban los ojos azules como hielos vibrantes. Antonia sabía que cuando se alejaban, el hombre mayor se asomaba a la ventana para verlos desaparecer.

 — ¿Por qué te pones así?, si es un buen hombre.

— ¿Tú que sabrás?—y parecía que un cuchillo atravesara su boca— ¡Buen hombre!

Una mañana las mujeres hablaban: son como sudarios, a mí que me entierren en una vela rota y me tiren al mar, ¡anda ya!, para mí son blancas como cama de novia, pues yo las veo como un camino de espuma que no se acaba nunca. En medio del parloteo apareció un señor con Don Tomás.

— Buenos días señoras —y empezó a mirarlas y a darles amables órdenes.

— Tú sentada. No, mejor de pie, ahí detrás. Que se siente la chica embarazada. Un hombre al fondo, esa camisa roja... No sé.

— Pues tendrá que saber, señor, yo no me la quito ni para dormir.
Vicente cuchicheó que era un buen amigo de Don Tomás desde hacía tiempo y que ese señor era un pintor muy famoso en el extranjero y todo, y se llamaba Don Joaquín.  Las mujeres soltaron las velas y le miraron.

Por fin, terminó de colocarlas y se sentó detrás de un caballete a pintar. Tenía barba, un sombrero y miraba con una concentración que las dejaba quietas y en  silencio.  Solo se oía el rascar del carboncillo contra la tela y el zumbido de los abejorros.

Pasaron unos días y él ya no necesitaba que estuvieran quietas. Antes de marcharse a sus casas las dejaba mirar. Se reían. No podían creer que fueran ellas las  del cuadro y a lo mejor hasta se iban a América retratadas.

Pero el cuadro nunca salió de esa casa.

— Lo que menos le gustaba del cuadro a mi abuela era lo de mi abuelo, su Juan, —vuelve a murmurar la mujer.

Juan no volvió. Unas voces decían, la mar es traicionera, otras, y el Juan de poco fiar. Antonia se vio agarrada a una aguja, una vela rota y un dolor que le abrió en canal. Su hijo nació en esa casa, casi con las velas de cuna y con unos ojos tan azules, que parecía que el cielo se ahogara en ellos.

Don Tomás se empeñó en que se quedaran en su casa, hasta que volviera Juan, ahí estarían protegidos. Ella no tenía familia, él tampoco, y aunque Antonia se negó al principio, al cabo de pocos meses se fue a la casa de Don Tomás que no se cansaba de repetir.

— Te lo creas o no, Antonia, este es el sitio que le corresponde al niño.


© Cristina Vázquez Salinero


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