Mujeres bailando en el Moulin Rouge Toulouse Lautrec |
No era agraciada, ni simpática. Alice
recibió una tienda de comestibles de su padre, que a su vez la heredó de su
abuelo, y ella la atendía con la misma aspereza que sus antepasados.
Su
familia, como el establecimiento, eran una institución en el pueblo, y todos
compraban allí, aunque la sonrisa con que acompañaban los buenos días, no fuera
devuelta. Ella no había hecho amigos, ni en la escuela, ni en el instituto; no
iba a los bailes ni a las ferias, tampoco a misa.
Una tarde de otoño decidí dar un rodeo por
el parque antes de regresar a mi casa. Allí estaba Alice, sentada en un banco,
mirando el río. Me acomodé a su lado y, nunca supe por qué, le cogí la mano.
Eres una buena chica, me dijo, y apretó la mía. Eso fue todo.
Cuando días más tarde fui a la tienda, no
estaba. Se fue a París, dijo su hermano, y se dio la vuelta para atender a otro
cliente.
París, un sueño..., cuando recibía las
cartas de mi hermana; una quimera que se deshizo con el humo de la estación
cuando bajé del tren; una fantasía tejida en mis noches en el pueblo, y que
intentaba recuperar rezando en Notre Dame, a la espera de un milagro.
Daba largos paseos en busca de rostros que
me devolvieran una sonrisa, observando a los desconocidos para imitar sus
gestos, copiar su acento, ser una parisina más. Ante los cristales de los
escaparates ensayaba actitudes que repetía en casa frente al espejo; posturas y
expresiones que había visto y escuchado. Sin embargo, de esas caminatas traía
el peso de la soledad de un atardecer de domingo, arrastrando recuerdos y
espacios donde una vez me había sentido segura.
El día en que una de las costureras
comentó sobre un lugar donde el baile era sinuoso y el alcohol agradable, pensé
que ya era hora de dejar las agujas y las historias de mi hermana junto al
fuego de su apartamento.
El lugar estaba atestado de gente: mujeres
con sombreros emplumados, señores con chistera, humo por doquier y música...,
estaba en Paris, ciudad con la que había soñado, con personas anónimas
acercándose. Limpié el sudor de las manos en mi falda al confundirme en la
multitud. El corazón acelerado. El paso incierto.
Descubrí que mi sombrero era escaso y mi
vestido austero, laceré mi mente por estar allí cuando, a lo lejos, otra mujer
con sombrero tan pequeño como el mío, un traje azul... Sus ojos me sonreían.
Dejé de temblar; sin dejar de mirarnos, nos fuimos acercando, nos besamos.
Alice me tomó por la cintura y empezamos a bailar.
© Liliana Delucchi
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