La Nevada Francisco de Goya y Lucientes |
Nací entre los montes de
Lugo, donde los pueblos tienen nombre de santos y los cementerios son abrazados
por muros de viejas iglesias; donde las casas de piedra crecen desde el
interior de la tierra sin dejar salir las almas de aquellos difuntos que las habitaron.
Allí, en el mes de diciembre, se celebra la matanza del cerdo, fiesta a la que
siempre vuelvo.
Me despertaron las risas y
las voces de los paisanos. Y sin apenas lavarme, bajo a la cocina en donde me
espera un copioso desayuno, regado con dulce aguardiente. Cruzo el espacio
entre la vieja casa de piedra y las cuadras. El gorrino, ya subido a la mesa de
mármol, grita y se desespera ante su pronto sacrificio. Alcancé a ver cómo un
rápido cuchillo, metido por debajo de la pata, le llega al corazón.
A media tarde, bien comidos y
bebidos, tomábamos nuestra queimada, cuando influidos por el vapor del alcohol,
los paisanos comenzaron a contar historias de difuntos y aparecidos. Un viejo,
relató una, que a todos nos encogió el corazón.
El hijo de los Barxela,
acompañado por su mayordomo, vigila la matanza. Al terminar, cuenta los lacios
cuerpos de los gorrinos colgados de las vigas.
—Mouro, aquí falta uno.
—Amo, han sido los galafates.
Nadie de la aldea se hubiera atrevido.
—Pues, no saben a quién se lo
han robado. Prepárate, que vamos a buscarlo.
Antón Barxela y su mayordomo
salen tras los rateros. Anochece, cuando suben la montaña mientras cae la nieve
sin conmiseración, el viento silba y dobla los pocos árboles que en aquellas
alturas consiguen sobrevivir, cuando, allá, a lo lejos, perciben que algo se
mueve. Perdidos, van tres hombres embozados y un perro, arrastrando una mula
con un cerdo atado a la grupa. El mayordomo dispara al aire. El tiro funde el
silencio y retumba a través de las montañas. Los hombres se vuelven aliviados.
El hijo de los Barxela y el mayordomo se les acercan.
—Hermoso animal llevan ahí.
—Sí, es para la matanza,
contesta el viejo.
—Para la matanza no será,
porque ya está bien muerto.
—Así lo encontramos.
— ¡Ah!, pues qué suerte han
tenidos ustedes, ¿no les parece?
—Cierto. Pero tal y como se
presenta el invierno, bien que nos va a venir en la aldea. ¿Pueden indicarnos
en donde cobijarnos? Como pueden ver, nos hemos perdido.
—Claro, no faltaba más.
Síganme.
El mayordomo se les adelanta
y comienza a andar monte arriba. Cuando se hace de noche, dándose la vuelta,
dispara su arma sobre los dos jóvenes.
— ¡Dios mío! ¿Qué es lo que
les han hecho mis hijos? —Clama el viejo arrodillado ante los cuerpos de los
muchachos.
— ¿Le parece poco? Robarme el
cerdo —responde Antón.
— ¿Está usted loco? Le he
dicho que hemos encontrado a la mula vagando por el monte.
El mayordomo dispara otra vez
contra la cara del viejo.
—Venga, don Antón, volvamos,
que esto ya está resuelto.
—Ganas me dan de abrirlos
como al cerdo.
—Si es lo que quiere...
Mouro, con una rodilla en el
suelo, de sendos navajazos, les abre el vientre. Antes de levantarse, limpia la
hoja del cuchillo en los pantalones del viejo, quien parece revivir al sentir
el afilado metal en su piel. El viejo se incorpora y a través de una boca ya
sin rostro, exclama:
—Barxela, a ti y a tu criado,
os emplazo ante el Tribunal Divino, antes de un año. Vuestros cuerpos sin
sepultar, serán comidos por animales de rapiña, antes que de ellos se os marche
la vida.
El perro, aullando, se tumba
al lado de su amo, mientras que Eco esparce las palabras del viejo dentro de
las cabezas de Antón y Mouro, quienes, asustados, huyen del lugar. En su huida,
ven venir a tres hombres y un perro, arrastrando una mula con un cerdo atado a
la grupa. El mayordomo dispara, pero las balas cruzan los cuerpos una y otra
vez, mientras la procesión sigue avanzando. Al llegar a ellos, los hombres
siguen su camino cruzando a través de amo y criado.
Antón y Mouro vagan horas por
el monte en el desvariado intento de deshacerse de la maldición del viejo y de
los impalpables cuerpos de los embozados.
Dos días después, pálidos y
desencajado, con el hielo pegado a sus ropas, aparecen de vuelta con el cerdo
sobre la mula.
Mientras la locura se instala
en las mentes de Antón y Mouro, pasa el verano y llegan las nevadas del
invierno. Una madrugada un incendio arrebata con prontitud la techumbre de
madera en la casa de los Barxela. Entre los criados que recogen el agua del
pozo hay uno sin cara. Antón reconoce al viejo del monte. Asustado, busca a su
mayordomo, que huyendo monte arriba, desaparece entre los árboles. Corre detrás
de él. Antes de darle alcance, escucha con pavor los alaridos de Mouro. Al
llegar junto al criado, ve cómo una manada de hambrientos lobos, le devora el
vientre. Empapado de sudor, cae Antón de rodillas, saca su cuchillo del cinto y
de un certero tajo, se corta el cuello. Al olor de la sangre, los lobos
abandonan el moribundo cuerpo del mayordomo y saltan sobre él. Los últimos
segundos de la vida de Antón, se desparraman sobre la nieve, mientras su
espíritu aúlla pidiendo clemencia al cielo.
Después de escuchar la
historia, salí al patio y paseé con mi padre bajo un cielo lleno de estrellas.
Sentí despejada mi ardorosa cabeza, y me dispuse a partir.
Llevaba unos tres cuartos de
hora de camino, cuando detuve el coche. Me bajé para contemplar la bella luz de
la luna sobre la nieve. Escuché el silencio. Lo único que se atrevió a romperlo
fue el ulular de una ráfaga de viento. ¿Quiénes son esos que me contemplan tan
fijamente? Tres hombres embozados caminan hacia mí con pasos apagados, sin tan
siquiera sonar el chasquido de la nieve bajo sus botas. Sin tan siquiera ladrar
el perro que los acompaña. Sin dejarlos de mirar, entro en el coche.
Arranco.
© Malena
Teigeiro
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