En un mágico país, hubo
un pintor llamado Jerónimo, que tenía la mirada aviesa, la frente altiva, la mano
ágil para dibujar a quien pasara cerca y luego salir a buscarlo, no se sabe
para qué. Lo cierto es que a aquel que sus lápices delineaban, nunca más se le volvía
a divisar por los alrededores. Decían las malas lenguas que si a su lado, un demonio
sería una dulce alimaña escondida en los estanques y las rocas; que si una
lechuza iba anunciando su camino; que si se quedaba inmóvil se convertía en un hombre
árbol y cuando alguien pasaba cerca se dejaba caer aplastándole como a un sapo;
que si dibujando instrumentos musicales atraía a los infiernos a los que no
estaban ojo avizor y que allí había tal calor que se derretían primero los
huesos y luego la piel; que si de esa incandescencia solo se salvaba la cabeza
que, en un momento dado, caía al suelo como bola de ping-pong y, rebotando, iba
ladera abajo hasta llegar a un agujero donde se quedaba girando y girando; que
si, más tarde, la patada de un asno la hacía caer en una pradera de estiércol en
donde un batallón de hormigas uniformadas se hacía cargo de esa cabeza para que
les sirviera de alimento durante la larga noche invernal…
- Venga, niños, es hora de dormir.
-
Mami, mami, duerme conmigo. Tengo mucho miedo.
-
No cariño, vete con tu padre que es el
de los cuentos luminosos.
-
No, con papi, no. Dice ser el pintor.
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