Norman Rockwell (New York, 1894-Stockbridge, 1978 - USA) |
Francisco, así se llamaba
el campanero, cumplía sesenta y cinco años y cuando, como todos los días, fue a
repicar para que los alumnos formaran fila en el patio del colegio, se encontró
abrazada a la campana una cinta que le deseaba un feliz cumpleaños.
Estos chicos no tenían nada
mejor que hacer, pensó. Quitarla le costó un gran esfuerzo. Y mientras lo
intentaba, se vio con cinco años y a sus padres hablando de dinero, como
siempre. Se vio entrando en aquel colegio público donde cursó los seis años de
primaria. Se vio en cama pasando la poliomielitis, que le dejó una pierna más
corta que otra, y otras dolencias de las que mejor no hablar. Se vio haciendo
los cursos de secundaria básica, estudiando Pedagogía, pero lo cierto es que no
llegó a graduarse. Todo se fue al garete el día en que el director del colegio
entró en el aula y le llamó por su nombre y los dos apellidos y tembló al echar
la paletada de tierra en la tumba de sus padres, a los que, literalmente, les
partió un rayo.
Su vida se complicó. Había
que comer. Había que trabajar. ¿En qué? El director dio con la solución. Sería el
guardián del colegio. El río de la vida le fue arrastrando por la corriente de
la enseñanza sin participar en ella. Aprendió a arreglar una puerta
desvencijada, el tejado no volvió a tener goteras, los suelos de las aulas y de
los pasillos servían de espejo. Y aquella campana que por haberse roto el
badajo había dejado de funcionar cuando él no había nacido y que sustituyeron
por un vulgar silbato, volvió a dejarse oír.
Es el típico solterón, comentaban
los alumnos de más edad, pero se equivocaban. Se había casado una vez, con una
chica encantadora que murió de parto.
Llegó la jubilación. Hubo
un banquete de despedida, una mesa larga, muy larga, que formaba un
cuadrilátero, se llenó de vasos, platos y cubiertos de plástico. Allí estaban
reunidos el claustro de profesores, los alumnos de ese curso y los antiguos,
que no se quisieron perder tan gran ocasión. Estaba a rebosar aquel patio que
guardaba tantos recuerdos. Recibió regalos que no le cabían entre los brazos. Se
pronunciaron discursos y el último fue el suyo.
Carraspeó y estrujándose
las manos confesó, entre otras cosas, que nunca olvidaría sus rostros de niños,
de adolescentes, que si Júpiter tuviera a bien devolverle los años pasados,
volvería a ser lo que había sido. Terminó con una sorpresa. Traía un regalo
para la Biblioteca. Un libro de cuentos escrito en sus horas de ocio. En él
cada uno de los alumnos podría sentirse identificado con algún personaje.
Se sentó emocionado
mientras una gran ovación rompía el silencio y se escuchó una voz:
“Larga vida al escritor”.
© Marieta Alonso Más
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