Cuando
despertó, después de casi dos meses en coma, Gabriel descubrió con espanto que
estaba en la cama de un hospital, unido a la vida por medio de tubos y sondas
que conectaban su cuerpo a diferentes aparatos, cuyas pantallas brillaban, tenues,
en la penumbra que envolvía la habitación.
Cerca
de él, sentada en un sillón, dormitaba su mujer. Tenía las cuencas de los ojos
ensombrecidas y el rostro macilento, un libro entre las manos y la cabeza inclinada sobre el hombro
derecho.
Él
la miró durante largos segundos y no se atrevió a despertarla, aunque sentía la
urgente necesidad de encontrar respuestas a todas las preguntas que se
agolpaban en su mente.
Dedujo,
por el punzante dolor que le atravesaba el costado izquierdo desde la espalda
hasta el pecho, que había sufrido un infarto y decidió permanecer así, en
duermevela, hasta que las luces del alba inundaran la habitación y despejaran
todas las incógnitas.
No
recordaba absolutamente nada, ni tenía la menor idea de cómo había llegado
hasta allí, pero jamás hubiera imaginado que fuera a causa de un disparo por la
espalda, a bocajarro y a corta distancia, como le informaron los médicos una
hora después y confirmó la policía algo más tarde, cuando dos agentes sin
uniforme hicieron acto de presencia para tomarle declaración. Su mujer, por su
parte, apenas podía hablar y todo lo que consiguió escuchar de ella fueron unas
pocas palabras ininteligibles, que pronunciaba con dificultad mientras le
tomaba la mano entre las suyas, que estaban frías y temblorosas.
Los
agentes formularon muchas preguntas, menos de las que les hubiera gustado
hacer, pero sí las imprescindibles para intentar establecer un móvil; algún
motivo plausible por el que alguien, no se sabía quién, pudiera desear la
muerte de Gabriel hasta el punto de ser capaz de descerrajarle un tiro al
anochecer, cuando salía del trabajo.
No
se había producido robo ni ensañamiento, ni tampoco Gabriel había recibido
amenazas con anterioridad. Todo en su vida se ajustaba a ese difuso concepto
que llamamos normalidad. Él era un hombre tranquilo, sin demasiados amigos y
ningún enemigo declarado; tenía un trabajo monótono, un matrimonio un poco
aburrido, algunas aficiones inocentes que consumían parte de su tiempo libre,
un par de hijos desapegados, un perro, un pequeño utilitario y las mismas
deudas que cualquiera en una situación parecida a la suya. ¿Quién podía desear
su muerte?
A
lo largo del día, según se fue extendiendo la noticia de que había recobrado el
conocimiento, por la habitación del hospital fueron apareciendo y desfilando
algunos conocidos, uno de sus hijos, unos cuantos compañeros de trabajo, un par
de vecinos y diversos familiares que habían venido precipitadamente del pueblo para
darle ánimos e interesarse por su recuperación.
Todos,
al final terminaban formulándose la misma pregunta: ¿Quién podía desear tanto
la muerte de un hombre como Gabriel, un
tipo corriente, de vida rutinaria, sin trapos sucios que ocultar y nada de lo
que presumir? Tal vez, concluían la mayoría de ellos, fue un error; el asesino se confundió de víctima y a punto
estuvo de segar la vida de un hombre insignificante, que no levantaba pasiones
a su alrededor, ni a favor ni en contra.
Él
mismo, postrado en la cama, se formulaba las mismas preguntas y obtenía casi idénticas respuestas.
El desfile
de familiares y conocidos duró casi todo el día. A última hora de la tarde uno
de sus pocos amigos, quizá el más íntimo de ellos, entró en la habitación con
el rostro desencajado, se inclinó sobre la cama y lo abrazó efusivamente
mientras pronunciaba una palabras que él no acabó de comprender; pero que
resultaron ser irrelevantes cuando Gabriel constató con estupor que las solapas
de la chaqueta de su amigo estaban impregnadas del perfume que habitualmente
utilizaba su mujer.
Entonces
sufrió un vahído y a punto estuvo de desmayarse. La habitación se llenó de voces
que intentaban reanimarlo, la alarma de uno de los aparatos a los que estaba
conectado se disparó y sintió sobre su pecho la presión de unas manos que se
movían rítmicamente. Pero todo aquello iba a ser inútil, porque Gabriel ya no
deseaba seguir viviendo.
©
José Carlos Peña
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