El sol caía sobre su rostro
mientras el coche no dejaba de aumentar su velocidad. Ni las oscuras
gafas de sol que cubrían sus cansados ojos ni el potente aire acondicionado
eran suficiente para que el calor que sentía se disipara. La furia era tal que
tenía los nudillos blancos como la cal de apretar el volante. Apagó la radio de
un manotazo y se encendió el duodécimo cigarro del día. Las multas por
el consumo de tabaco en carretera habían dejado de importar un tiempo atrás.
Apretó la mandíbula hasta hacerse
daño y observó el indicador de velocidad. Iba demasiado rápido. Aminoró
e intentó no volver a saltarse de esa manera los límites. Podía soportar una
sanción por fumar, una por exceso de velocidad podría acarrearle problemas de
más. Se concentró en conducir durante un rato. Quizás así fuera capaz de
deshacer el nudo de ira que aprisionaba su estómago.
Había funcionado otras veces
y esperaba que esta no fuera una excepción. Unos minutos más tarde sus manos
agarraban el volante con delicadeza y hasta se permitió un poco de música. No
de la misma emisora que le había sacado de quicio hace un rato, sino que optó
por los clásicos de siempre. La serenidad regresaba, su mente se
templaba. Así, quizás, pudiera hacer frente a los duros momentos que se
avecinaban.
No es una mala manera de
hacer las cosas. Porque en ocasiones el enfado nos hace más difícil la toma de
decisiones, nubla nuestro juicio. A veces hay que tomarse un respiro, pensar y
enfrentarnos al problema con mayor tranquilidad. La furia nunca es la mejor
compañera.
© M. J. Pérez
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