Hasta
hoy, el ritual siempre había sido el mismo: una mirada, una sonrisa, «buenos
días», «buenas tardes», «buenas noches».
Ayer
no pudo ser; estaba muy ocupado rumiando un discurso consigo mismo en compañía
de varias latas de cerveza vacías, que llenaban la cesta del vehículo que
utilizaba para moverse. Le faltaba una pierna y la otra sobrevivía maltrecha,
tal vez, agonizante.
«Vengo
del sur, vivo en la calle. Teniendo mi cerveza y mi tabaco no necesito nada
más. Era feliz. Me puse malo y me trajeron aquí. Mi hermana me cuida, pero no
nos llevamos...».
Eso
me contaba después de varios intercambios de miradas, trece sonrisas, once
saludos y una parada imprevista en el descansillo.
La
lógica y la razón me poseyeron y hablaron por mí: «Ahora tiene un techo, un
lugar donde vivir, comida todos los días, un familiar que está a su lado».
Él
negó con la cabeza, agarró la barandilla con sus manos huesudas —de uñas
larguísimas—, contempló el cielo y sus ojos vacíos me mostraron la otra vida.
Un infinito techo celestial cubría nuestras cabezas y éramos los amos del
tiempo. Un rincón, un sol para calentarnos y una luna que nos alumbraba.
Después,
miró mis piernas. Y, conmovida, creí entender lo que sentía.
©Blanca de la Torre Polo
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