A
la mujer muerta le hubiera gustado la tela que cubría el interior de su ataúd.
Era de un azul celeste, drapeada y suave, infinitamente más acogedora que la
vida que había llevado.
Habría
mirado con asombro lo que la rodeaba: a un lado una comitiva de hombres
uniformados —colocados de forma milimétrica en fila—, al otro un anciano ciprés
parecía darle la bienvenida a su nuevo hogar, con la punta meciéndose al viento;
una cruz robusta con algunos bocados en su piedra velaba su cabecera y, a sus
pies, un muchacho.
¡Ay,
si ella pudiera levantarse para robar unos minutos más de aquella vida!; solo
por acariciarle la carita, besarle sus párpados y la frente, borrar las imágenes
que, aunque escondidas en algún recóndito lugar, lo acompañarían siempre. Le
cogería de la mano, como tantas otras veces, regalándole la sonrisa del
sufrimiento —radiante como el sol para los ángeles como él y fría como la luna para
los crueles—. Una sonrisa vista por la crueldad puede significar muchas cosas:
una mentira oculta, una insinuación, un pensamiento impropio, así como tantos
pecados puedan caber en un alma apresada por el miedo al qué dirán y la
rectitud marcando el camino como un credo; sin atajos, sin respiros, sin tacha
alguna para recapacitar.
Y
ella incurría en lo peor, lo dijo el papa Gregorio: era la semilla de todo mal.
Una mujer pecando con la misma grandiosidad que el propio diablo; así lo piensa
quien le quitó la vida. Solo hay una pena posible para la más infame de las
tentaciones.
Ese
cuerpo que miraban todos los hombres ya no se pasearía más; nada de ese caminar
ligero con aquellos tacones, el pelo ondulado moviéndose insinuante mientras correteaba;
¡maldita la sonrisa de labios carmesíes!, que ocultaban su lengua rosada y suave,
que si él podía imaginar recorriendo sensual la comisura de su boca, qué no
podrán imaginar otros.
El
muchacho acababa de perder a todos. Su madre yacía desmayada y los demás no
aparecían por ninguna parte. «Se extraviaron por el camino», le contaron
después. Uno de los uniformados se le acercó como único familiar presente.
—¿La
bajamos ya?
«Sí»,
respondió él sin voz.
—¿La
bajamos ya? —volvieron a insistir.
Movió
la cabeza y todos aquellos hombres, gobernados por un chico, se despidieron de
ella.
© Blanca
de la Torre Polo
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