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lunes, 3 de febrero de 2020

Amantes de mis cuentos: Berto viaja a Honolulú


Imagen de satélite del archipiélago

Las bondades de ser un fantasma se pueden contar por miles, qué digo, millones de diminutas alegrías. No dejo de dar las gracias a Luna, mi madrina, me conoce y sabe que no soy de esos que hacen de la organización su cuartel general. No. Lo mío es hacer lo que me venga en gana.

Desde niño me había llamado la atención Hawaii, ese nombre tan sonoro, esas islas numerosas, diminutas como granos de arena, surgidas en mitad del océano Pacífico, con una vegetación eternamente primaveral, el archipiélago del Amor, precioso nombre, al que a pesar de estar a unas dos mil millas o más, de las costas de América he llegado en un periquete.

Ya en el puerto de Honolulú, ese «lugar o bahía de resguardo», donde por lo visto nació Barack Obama, me encontré con una veintena de miembros de la asociación de fantasmas hawaianos, los habaneros habían avisado de mi llegada. Y allí estaban todos los hombres vestidos de blanco y las mujeres con ese tono de piel que parece oro, sus faldas hasta las rodillas hechas de hojas, sus guirnaldas en la cabeza y pulseras en muñecas y tobillos, acompañados de músicos, cantos, y coronas de flores, dispuestos a bailar la danza Hula.

Nada más verme aparecer comenzaron a tocar el Aloja ‒eso les entendí‒ luego supe que se escribía Aloha, y que significaba Adiós y Bienvenido indistintamente. Su idioma al parecer consta de treinta y dos palabras y una sola palabra puede significar varias cosas según el lugar en que esté colocada en la frase.

A continuación, tocaron una romanza llamada «El collar de las islas». Me emocioné. Su música es de una delicadeza casi literaria y les entregué mi corazón.

Me llevaron a conocer Kilauea, ese lago de fuego en constante ebullición, y dejamos atrás las plantaciones de caña de azúcar, los bosques de cocoteros, para adentrarnos en los campos de lava hasta llegar al mismo cráter, que no tiene forma de cono, es como un enorme descosido de un kilómetro de largo. Me acerqué sin que el azufre me hiciera llorar ni que el humo me hiciera retroceder. Todo estaba tranquilo, pero por si acaso, no se fuera a despertar con una pesadilla, rogué que nos fuésemos de allí, que me llevaran a Waikiki que estaba deseando darme un baño en una de sus famosas playas y practicar surf. Y aquí estoy viviendo la dulce vida.





© Marieta Alonso Más

Kilauea


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