Promediaba mayo cuando, una vez más y
siguiendo la tradición que me impuse desde que mi padre partió, fui al
puerto a ver los barcos que regresan con los atunes. Don Gervasio suele
prestarme su barca para ver la almadraba con pescadores y rederos,
envueltos en sus labores entre enormes peces vencidos. Sus trabajos y
ajetreos me permiten imaginar a otro personaje entre ellos, aquel que un
día embarcó con rumbo desconocido en busca de otros mares y del que
solo recibo cartas cada tanto. Sé que está en el norte, en un país donde
se habla otro idioma y que la gente es alta y rubia.
Ayer llegó una esquela más corta de lo
habitual. Dice que nos echa de menos, a nosotros y al clima, y que mira
el horizonte en busca de la desembocadura del Guadiana, pero no
encuentra la calidez del hogar. Uno de los marineros hace señas para que
me aleje y retire mi barca, ése no es lugar para niños, vocifera. Le
grito, desde donde estoy, que mi padre también es pescador y lleva años
lejos. Se quita la gorra y la agita para que abandone el lugar. No
importa, volveré a casa para ver en el Atlas, regalo de mi tío, dónde
está papá.
En casa no hay nadie. Madre debe haber
ido a la compra y mis hermanas al lavadero. La habitación está en
penumbras, con el olor del mar colándose por las persianas
entreabiertas, donde el sol intenta entrar formando rayas en la butaca
que usaba él. Me siento en ella para descansar y cierro los ojos
tratando de recordar sus facciones. Tenía bigote y era negro como su
pelo; la piel de las manos parecía papel de lija. «Me haces daño», le
decía, y él contestaba: «Son las manos de un pescador y tú eres
demasiado delicado». Miro su foto enmarcada sobre una repisa, ¿seguirá
así de guapo? El otro día, Serena, la mayor de mis hermanas, la escupió.
Le pregunté por qué lo hacía y respondió que yo no me enteraba de nada,
como los demás. La menor, le sonrió con un «al menos manda dinero»,
mientras limpiaba el cristal y le daba un beso antes de depositarlo de
nuevo en su sitio.
Mis libros están en una estantería que
hizo mi tío. Son pocos, pero los cuido mucho. Como todavía no tengo la
estatura suficiente para alcanzar lo que busco, abro un cajón, solo a
medias, para usarlo de escalera. Es entonces cuando todo se desmorona.
Con un ruido infernal, el cajón se cae, desparramando todo su contenido.
Recojo una a una las cosas que madre guarda en él: dedales, hilos de
coser, bordados a medio terminar y cartas, muchas cartas. Son las de él,
las que ella me lee cuando llegan y muestra a las vecinas. Quito todo
para volver a acomodarlo y no me regañe y entonces lo veo. Es un sobre
amarillento, dentro hay un papel ajado y una foto. En ella se puede ver a
una familia compuesta por una mujer alta y rubia, dos niños y un
hombre. ¡Es mi padre! La nota dice: «Esta es mi nueva familia. No me
olvidaré de vosotros. Os enviaré dinero.»
Pero no es la letra de las cartas que mamá me muestra cada tanto.
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