Sabe bien que esa forma de pescar ya la
hacía su abuelo y el abuelo de su abuelo, pero a él, ahora que es mayor
y la conoce bien, no le gusta el arte de la almadraba. Todo ocurrió el
día que los vio atravesar el Estrecho, buscando el agua caliente. Eran
listos los condenados. Nadaban agrupados por tamaños, por especies, como
las camisas en los estantes de la mercería de la Lola. Iban en inmensos
cardúmenes, sin comer, sin dormir, solo arrastrados por el río de agua
que los empujaba, con la mente fija en llegar pronto a unas aguas más
calientes que las del océano que dejaban atrás. Los vio caer en la
trampa de la almadraba y le dieron lástima aquellos hermosos peces con
barrigas de plata, tiesos como jureles gigantes, golpeándose unos a
otros en el vano intento de escapar de las redes que los cercaban.
¡Inocentes! Pero lo que ya no pudo soportar era aquella figura del
Antonio, ése sí que hacía bien aquel trabajo maldito, joven, fuerte, con
las mangas de la blanca camisa, ahora manchada de sangre, remangadas
sobre los codos. Todavía se despertaba viendo cómo, con una puntería
mortal, los enganchaba en el ojo y ellos, arrasados de dolor, daban tal
salto que subían solos al barco. Movió ligeramente la cabeza, había que
ser joven y fuerte, y él ya no lo era.
Y desde el día en que tomó la decisión
de no volver a echar la almadraba, cuando aún alumbra la luna, Paco sale
solo en su barca, en la Rocío, a pescar los atunes. Lo que haces es
peligroso, le decían en la aldea, cualquier día de estos te arrastrarán
hasta el fondo del mar. Pero él, al que esos comentarios le dan lo
mismo, rellena con calma su cachaba, luego con ella entre los dientes,
coloca los cebos en la línea, y espera. A veces, hasta se queda dormido,
pero cuando comienza a sentir el calor del sol, y un tirón de la línea
lo despierta, entonces coloca los pies, todavía fuertes, apoyados en la
borda, se echa hacia atrás, y le da caña, y como si fuera un matador en
el coso, siente que mide su fuerza con la del animal. ¡A ver quién de
los dos gana!
Esa mañana lo despertaron los fuertes
tirones de su caña. Vio salir la cabeza del agua, sus ojos grandes,
redondos, como los de una joven Manga japonesa, lo miraron amenazadores.
Nunca había visto un atún tan grande. El pez, intentando desprenderse
del anzuelo que llevaba en la boca, a veces da saltos que levantan las
aguas formando olas grandes como las de las tormentas; otras, tira de la
línea hacia el fondo y al ver capotar a su débil barca, Paco siente en
su alma el deseo de seguirlo para descansar entre las algas del fondo
del mar. Otras, lo ve correr hacia el infinito arrastrando su barquita
como si en vez de un pez fuera una mula. Era tan bravo y tan grande que
temió que aquel fuera su último día, pero su Rocío, sin miedo, alegre,
convencida de salir airosa, lo seguía dando botes en el agua, y aunque
le crujieran las maderas, igual que le sonaban a él lo huesos, aguantó
las embestidas. Cuando ya agotado el pez se rindió, y comenzó a subirlo
enganchado en la pequeña grúa, tan grande y pesado era que la barca se
escoró, se escoró tanto que hasta llegó a entrarle agua. Virgencita del
Carmen, había rezado, ayúdame a conservar el pan para el invierno. Y el
pez, quizá porque lo cegó el sol, quizá porque no entendía lo que le
pasaba, quizá porque la Señora había atendido a su ruego, se quedó
quieto, momento que aprovechó para bajarlo y cubrirlo con la lona. Miedo
le daba que saltara otra vez a la mar. Entró en la cabina y sacándose
la gorra, acarició la imagen de la estampa de la Señora con los dedos.
Gracias, farfulló santiguándose. Se volvió a calar su visera azul,
arrancó el motor y puso rumbo de vuelta al puerto con la barca casi
hundida por el peso del grandísimo atún, que de vez en cuando todavía
coleaba. Sudoroso, lo miraba con tristeza, y no porque el pez, todavía
vivo, hubiera fijado sus orgullosos y retadores ojos en él, sino porque
el hermoso animal de aleta azul le dijo que se había hecho viejo. Aunque
se pasó la mano por la frente en el intento de olvidar sus últimas
horas, sabía que lo había arrastrado durante varias millas sin que él
pudiera hacer nada y lo había hecho con tanta fuerza, que casi lo tira
al mar, pero él, pescador viejo y avezado, aguantó el envite y le dio
caña hasta que su hermoso enemigo no pudo más. Hasta que se cansó. El
atún, como si reconociera sus pensamientos, cimbreó el lomo y golpeó con
fuerza el suelo de la barca. Con la pipa ya sin fuego en una mano, no
dejaba de contemplarlo. Le daba lástima, él solo había abandonado los
océanos para ansioso, anhelante, ir en busca de una novia sobre la que
desovar, igual que hacía él cuando ponía rumbo al puerto desde que,
hacía ya muchos años, se llevó a su casa a la más bonita moza de la
aldea, a la Rocío.
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