–¡Tierra! ¡Tierra!
Al escuchar aquello,
Astrid se levantó de un salto de su rincón y salió a cubierta como una
exhalación, tanto que casi parecía que sus pies no tocaban el suelo. Ansiosa,
frenó justo a tiempo junto a la borda y aferró la madera con ambas manos al
tiempo que clavaba la vista en la isla que ya aparecía ante sus ojos. Su amada
isla. Su hogar. Había sido un año demasiado largo.
No es que la
convivencia con los Intrépidos de las islas del este, donde vivía tía Lagertha
desde hacía veinte años, no hubiese sido muy productiva. Astrid se había
sentido como pez en el agua rodeada de esa parte tan comúnmente olvidada de su
familia, retomando casi sin querer los antiguos hábitos vikingos; algunos de
los cuales, debía decir, casi había olvidado al estar subida casi todo el día a
lomos de un dragón.
Y las enseñanzas de
tía Lagertha, en privado, también habían resultado de lo más interesantes.
Claro que jamás lo admitiría de viva voz…
Sin quererlo, aquellos
pensamientos la condujeron a Hipo, pero enseguida meneó la cabeza, divertida.
¿Qué habría sido de él en este año? ¿Seguiría tan retaco como siempre? Si
Astrid pensaba como la adolescente madura que era, aunque una parte de su
subconsciente lo pidiera a gritos, no podía contemplar a Hipo en ese aspecto.
Eran buenos amigos, habían tenido tonteos en los años anteriores, pero… ¿pasar
a ser algo más?
La joven suspiró. No.
En ese viaje, a pesar de todo, había llegado a la conclusión de que el dulce y
tímido Hipo nunca podría ser el hombre que ella podía desear. Aunque, ¿acaso
algún hombre lo era? Ni siquiera en la Isla Intrépida había podido llegar a
sentirse atraída por ningún otro joven de su edad. Sin quererlo, anhelaba más
salir a volar con Tormenta –jamás la hubiese dejado en Isla Mema– que jugar a
la seducción como otras chicas de su quinta. ¿Era rara por ello?
–¡Astrid! ¡Has vuelto!
En cuanto bajó del
barco, Astrid se sobresaltó por la llamada con el corazón a cien por hora, pero
se sintió ligeramente decepcionada cuando vio acercarse la figura rechoncha de
Patapez. Tanto que ni siquiera fue capaz de evitar su abrazo de oso–. ¡Qué
alegría verte!
–Patapez –siseó ella–.
Me ahogas…
–Ah, sí, perdón –se
disculpó él, bajándola al suelo.
Momento que aprovechó
otro recién llegado, moreno, bajo y fornido, para aproximarse con actitud
excesivamente solícita.
–¡Astrid! ¡Gracias a
Thor! –exclamó, dramático–. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algo este bestia?
Mocoso le dirigió una
mirada de disgusto a Patapez, que abrió la boca, ofendido. Pero su rostro
cambió a uno incrédulo cuando Astrid, fiel a su costumbre, lo empujó con
violencia para apartar sus zarpas de ella.
–¡Quita, Mocoso! ¿Qué
crees que estás haciendo?
El otro hizo un
teatral gesto que pretendía ser galante e incrédulo al mismo tiempo.
–¡Por favor! ¿No
pretenderás que deje que este –hizo un gesto despectivo hacia el chico rubio–
mancille la preciosidad en la que se ha convertido mi futura prometida?
Astrid hizo una mueca,
pero prefirió seguirle el juego.
–¡Oh, claro! Lo
olvidaba –murmuró acercándose a él con escasa inocencia. Sin embargo, Mocoso,
que ya anticipaba las mieles de un deseo hecho realidad, se encontró segundos
después tirado en el suelo sin saber cómo, con un pie de Astrid peligrosamente
cerca de su tráquea–. Jamás tendría el mal gusto de juntarme con alguien como
tú –rechinó ella entonces, inclinándose sobre su rostro–. Que te quede claro.
–Yo que tú la dejaba
en paz, ‘Mocosete’ –lo chinchó entonces Brusca, que acababa de aparecer
escoltada por su hermano, al tiempo que esbozaba su característica media
sonrisa malévola en dirección a Astrid–. Todos sabemos por quién quiere ser
cortejada la señorita Hofferson. Me equivoco, ¿hermano?
–¡No! ¿Qué…? –trató de
protestar Astrid, sabiendo por dónde iban los tiros y sintiendo a la vez un
incómodo nudo sobre la boca de su estómago.
–No te equivocas,
hermana. Au contraire... –corroboró
Chusco, interrumpiendo a la joven de ojos azules–. Yo diría que ahora las
apuestas han subido y lady Astrid, aquí presente, no debería dar por sentado
que su mano vaya a comprometerse tan fácilmente…
–¡Chusco! –lo cortó la
mencionada, irritada y disimulando un súbito escalofrío provocado por ese
último comentario–. ¿Quieres decirme de qué narices estás hablando? –miró a su
alrededor con elocuencia–. Y a todo esto, ¿dónde está Hipo?
Para su mayor
inquietud, los cuatro presentes cambiaron misteriosas miradas antes de
dirigirle sendas sonrisas, aún más extrañas. Astrid tragó saliva, anticipando
lo peor. Pero se tranquilizó cuando Chusco replicó:
–Tranquila. Tu
príncipe te espera en la fragua de Bocón.
Astrid apretó los
puños.
–No es mi príncipe,
Chusco. Tengo tantas ganas de verlo como a… Vosotros –terminó con un
milisegundo de vacilación.
Porque era una mentira
como un castillo de grande.
Aun así, los demás
parecieron no darle importancia mientras la flanqueaban en dirección a la
aldea.
–Bueno, ¿y qué tal la
Isla Intrépida? ¿Había muchos dragones nuevos?
–No muchos –admitió
Astrid en respuesta a Patapez–. Los habituales.
–Patapez, a nadie le interesa tu estúpido libro zoológico –le espetó Mocoso de malas maneras–. Dime, Astrid. ¿Cuántos hombres se pelearon por ti?
–Sí, ¿y cuántos se
mataron en el intento? –jaleó Brusca, ansiosa de morbo.
–¡Chicos, vale ya!
–los frenó Astrid, acalorada–. La Isla Intrépida es un sitio estupendo de
grandes guerreros y les gustan los dragones. Fin de la discusión –en ese
momento llegaron a la encrucijada que separaba los caminos hacia el Gran Salón
y la forja de Bocón. Astrid se giró y forzó una sonrisa cortés–. Oye, luego nos
vemos, ¿de acuerdo? Tengo… algo que hacer antes.
–Claro –replicó
Chusco, mordaz–. Luego nos vemos… tortolitos.
–¡Chusco!
Pero los cuatro se
encaminaban ya hacia el Gran Salón, dejando a una furibunda Astrid que
procuraba por todos los medios serenarse mientras ascendía hacia la forja. Por
los alrededores había solo unos pocos vikingos que la saludaron con cordialidad
al cruzarse con ella, pero la fragua de Bocón en particular parecía desierta.
Algo que solo desmentía la fragua encendida y el olor a metal siendo
manipulado. No había ni rastro del gran forjador, pero Astrid sí encontró una
silueta espigada y desconocida que le daba la espalda, afanada en trabajar algo
que ella no podía ver.
–Ejm, ¿hola? –saludó,
cortés.
Para su extrañeza, la
figura semioculta en las sombras se enderezó en tensión, esperando unos
segundos antes de girarse. A ojo, Astrid calculó que le sacaría cerca de media
cabeza de altura. Pero eso no fue lo que la hizo retroceder un paso a causa de
la sorpresa.
Fueron sus ojos.
Reconocería esa
expresión de desconcierto, ese perfecto brillo de jade, en cualquier parte del
mundo. Y cuando su boca se abrió para hablar, Astrid sintió que sus rodillas
temblaban.
–¿Astrid?
Ella boqueó varias
veces antes de ser capaz de articular ningún sonido, estupefacta y encantada a
la vez. Su interior de repente era como un maremoto de emociones que amenazaba
con hacerla caer de un momento a otro.
–¿Hipo? –respondió,
cauta, por si el destino le estaba jugando una mala pasada. Pero al ver que él
hacía una mueca y asentía ligeramente, la joven no pudo contenerse más–. ¡Hipo!
Sin pensarlo, corrió
hacia él y lo abrazó. Él, tras un momento de sorpresa, la rodeó con cariño.
Solo entonces Astrid pareció ser consciente de lo que estaba haciendo y se
separó, algo azorada.
–Ejm, bueno –carraspeó
de nuevo, sintiéndose algo idiota–. Vaya… Quién lo iba a decir…
Hipo soltó una risa
bronca, comprendiendo lo que quería decir.
–Sí, ¿verdad? –bromeó
a medias. Era cierto que había sido el primer sorprendido al comprobar el
cambio de su cuerpo durante el año anterior, pero también lo agradaba la
reacción de Astrid al verlo, más de lo que nunca admitiría–. ¿Y tú? Bueno…
Estás… O sea… También has crecido… En belleza… ¡En altura, quiero decir…!
“Oh, maldita sea.” Lo
estaba mejorando por momentos. “Serás idiota”, se recriminó. ¿Por qué no era
capaz de decirle lo que pasaba por su cabeza sin temer que saliera corriendo o
le hundiese la cabeza en el cubo de enfriar metales?
Sin embargo, ella
también parecía algo tímida; e Hipo, esperanzado, se preguntó por un segundo a
qué podía deberse.
–Sí –repuso ella al
final, pasándose el pelo detrás de la oreja como a Hipo le encantaba; en
secreto, claro–. Este año no ha pasado en balde para ninguno de los dos, al
parecer.
Él le devolvió su
media sonrisa, temiendo por dónde pudiese ir la conversación. Un año separados.
Cierto que cuando se despidieron él intentó aparentar que se alegraba por
Astrid; pero… En el fondo… Nada había deseado más que la llegada de aquel
preciso día.
–¿Qué andabas
haciendo? –preguntó ella entonces, adentrándose en la fragua.
Él inspiró hondo,
procurando apartar de su mente todos los pensamientos hormonados que lo habían
atravesado durante los últimos cinco minutos y focalizó su atención en lo que
Astrid pedía.
–¡Oh, nada! Ya sabes,
yo y mis experimentos –bromeó, mientras la seguía y tomaba de la mesa su
trabajo a medio terminar–. Es solo un pequeño intento, pero…
Astrid tomó las
hombreras con mimo, admirando el fino trabajo del cuero de yak, antes de
deslizar los dedos hacia el peto que aún reposaba sobre la mesa.
–¿Y esto? –quiso
saber, con los ojos brillantes de curiosidad.
Hipo se encogió de
hombros, y Astrid admiró sin quererlo lo bien que le sentaba la camisa de lana
roja que vestía ahora, antes de querer golpearse por idiota. ¿En qué pensaba?
–Siempre has sido un
artista –lo alabó, comedida, antes de dejar las hombreras sobre la piedra y
girarse de nuevo hacia el chico.
De repente, no tenía
palabras para expresar lo que sentía. Él se erguía frente a ella, se miraban,
Astrid hizo amago de acercarse más… Y en ese instante llegó Bocón para
interrumpirlos.
–¡Astrid! ¡Dichosos
los ojos! –el herrero alzó los brazos en un saludo amistoso–. Ya he hablado con
tu padre y me ha dicho que está deseando verte y que le cuentes todo sobre la
otra familia –guiñó un ojo–. Ya sabes lo poco que aprecia a tu tía Lagertha…
–Eh… sí. Gracias,
Bocón –replicó ella, tragándose la irritación y la ligera vergüenza. ¿Había
estado a punto de…? Fingiendo naturalidad, la muchacha se giró hacia Hipo–.
Bueno… Te veo luego, supongo.
Él asintió con media
sonrisa que no ocultó del todo su decepción por haber sido interrumpidos.
–Claro. Luego te veo.
Astrid le devolvió el
gesto.
–Me alegro de verte,
Hipo –se despidió antes de salir corriendo hacia su casa.
–Sí, y yo a ti –repuso
él en voz baja.
Bocón, por su parte, mantuvo
la expresión irónica durante otro buen rato.
–¿Qué? ¿Interrumpía
algo?
–¿Qué? ¡No! –se
revolvió Hipo como por instinto, agachando la cabeza sobre su trabajo antes de
que Bocón viese que se había puesto colorado como la grana–. No, ¿qué ibas a
interrumpir?
El herrero, por toda
respuesta, soltó media carcajada entre dientes antes de empezar a canturrear en
dirección a la forja. Hipo, por su parte, mientras trataba de dar las últimas
puntadas a su trabajo, rebufó para sus adentros.
“Maldita sea”, rezongó.
“Lo que necesito ahora es una ducha de agua bien fría”.
Astrid, por su parte,
tras llegar a casa y saludar a su familia, corrió enseguida a refugiarse en su
dormitorio, apoyando la espalda contra la madera en cuanto cerró la puerta tras
de sí. Sudaba, se mareaba y le faltaba la respiración, pero no por la carrera.
No podía ser, se repetía. Hipo no podía haber pasado de ser… Bueno, “Hipo”, a
semejante belleza.
Astrid gimió,
súbitamente celosa. Así que de ahí venían todas las chanzas de sus compañeros.
¿Habría encontrado Hipo, entonces, a una mujer que lo hiciera feliz? ¿Tanta
competencia había? El censo de Mema contaba con pocas jóvenes casaderas, era
cierto; pero él seguía siendo el hijo del jefe y la necesidad de estrechar
lazos con alguna otra tribu podría haber llevado a Estoico a…
Astrid apretó los ojos
y los labios y sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar semejante perspectiva.
Pero, ¿por qué le importaba tanto de repente? Nunca se había planteado tener
nada con Hipo… ¿o sí? ¿Era por eso que lo había echado tantísimo de menos, en
el fondo?
Suspiró. Ya no eran
unos niños, era hora de aceptarlo. Y Astrid, mientras se acomodaba para
tranquilizarse mediante uno de los trucos que tía Lagertha le había enseñado en
su estancia con los Intrépidos, dejó aflorar una súbita determinación que hasta
aquel instante había atesorado en lo más hondo de su alma.
Fuera como fuese… Si
Hipo la aceptaba, se entregaría a él en cuerpo, alma y corazón.
Y nadie se
interpondría en su camino para conseguirlo.
Historia ambientada en el universo de “Cómo entrenar a tu
dragón” antes de los eventos narrados en la serie “Hacia nuevos confines”
(Netflix)
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