Para mi amiga X. que me pide, al menos, un F.F.
—Rob say good morning to the class —repetía cada mañana la señorita Stella al entrar en el aula.
Y a pesar de ser una clase de inglés para adultos, todos contestaban al unísono.
—Good morning Rob.
El susodicho era un perrillo pequeño, de
pelo tieso color canela y morro afilado, que la seguía pegado a sus
talones. Se subía a la silla y con agilidad daba un salto hasta tumbarse
en la mesa de su ama. La señorita esperaba a que su perro se instalara
contemplándolo con admirada sonrisa, sonrisa encantadora de dientes
sanos que José Manuel los asociaba al gesto saludable de morder una
manzana, pues todo en ella rezumaba juventud y lozanía. De pelo rubio,
corto y rizado, Stella caminaba con un armonioso meneo de caderas
prometedoras de dulzuras contundentes.
La academia de idiomas en donde se
realizaba este pequeño ritual canino, que J.M. estaba convencido se lo
permitían para hacerse los british, ¡oh el amor a los perros!, o
porque la profesora ostentaba unos privilegios que él desconocía. El
edificio en el que se ubicaba presumía de antiguo prestigio. Fue el
primer centro de idiomas que se había instalado en ese pueblo del sur de
Inglaterra, y más que el prestigio lo que le quedaba era la antigüedad.
A las paredes, un tanto mugrientas, bien les hubiera venido una manita
de pintura y al personal administrativo una renovación, pues la
secretaría la llevaba una ancianita modelo Miss Marple, regordeta, con
gafas y un moño imposible que cada poco se le torcía.
J.M. estaba arrepentido de haber hecho
caso al amigo que le recomendó el sitio, con promesas de aprender inglés
rápido y poder practicar con los lugareños, ya que al ser un sitio
bastante remoto, aún no estaba asaltado por estudiantes españoles, y es
conocido el poco interés que tienen los nativos ingleses en hablar otro
idioma. J.M. quería un sitio discreto donde pudiera ir gente de una
cierta edad, la treintena, sin resultar ridículo en medio de jovencitos.
Esas condiciones las reunía sin duda, y los alumnos de distintas
nacionalidades eran gente madura. Pero el pueblo se le venía encima con
esa luz grisácea, todas las casitas iguales, la humedad y el aire de
aburrimiento aceptado, incluso en la taberna donde los hombres se
sentaban solitarios frente a unas cervezas calientes. Y el recuerdo de
Granada le dolía como si hubiera dejado una madre deshecha en llanto.
Lo único que le resultó estimulante fue
la señorita Stella, como un rayo de claridad y esperanza en medio de esa
mediocridad y cayó fulminado por ella. Adoraba oírla reír y hablar en
inglés sin entender nada. Verla mover los labios en esa martingala de
palabras le estimulaba, y la hora de clase, con perro incluido, aunque a
él le pareciera un chucho con pretensiones, se transformaba en un
momento de revelación, de éxtasis, y se puso a estudiar para, con
diccionario en mano, atreverse a pedirle que saliera a cenar con él. La
primera cita, que ella aceptó encantada con saludable naturalidad fue un
pequeño chasco, porque no supo aclararse bien por más gestos y
entusiasmo que le pusiera. Aunque ella se reía tanto que llegó a pensar
si se reiría de él o si era un poco lerda y le daban igual tres que
trescientos, pero no le importó. Estar cerca de ella con su olor a
polvos de talco, un olor dulce y rosado, le enloquecía.
Las siguientes citas fueron cada vez mejor y
más apasionadas, y se convenció de que había encontrado al amor de su
vida. Ella se reía, oh yes, yes, my love y él se perdía en la
boca mordedora de manzanas, en su piel tan blanca como nunca había visto
y cuando llegó la hora de volver le suplicó que se fuera con él. La
señorita Stella le dijo:
—Esto merece un pensamiento profundo.
Y su cándida expresión a J.M. le resultó
adorable. El cambio era enorme dijo al fin, con la cabeza ladeada, como
si el peso del pensamiento le desequilibrara un poco.
—¿Y cómo se adaptará Rob? ¿No haría mucho calor para él? y sin hablar español —y miró al perrito con una ternura acuosa.
Terminó su pequeño y sentido discurso, del que J.M. entendió muy poco, con una dulce duda atravesada en la saludable boca.
—No preocuparse, no worry, guapa. For you, descolgaba yo la moon, my love.
Y además podían montar una réplica
moderna de la academia que se llenaría de alumnos, porque con una
profesora como ella toda Granada querría aprender inglés. Tampoco supo
nunca si ella entendió bien lo que él le chapurreaba.
Stella miró a su alrededor; el pequeño
salón con un sofá de cretona floreada, la chimenea con su falso fuego
que oscilaba con eléctrica y eterna falsedad, la lluvia permanente, el
concurso de tartas el primer domingo de cada mes y pensó ¿Por qué no? Lo
observó detenidamente y comprendió que un hombre como éste no volvería a
pasar por ese maldito pueblo. Y con determinación dijo que iría. J.M.
besó con tal convicción y entusiasmo todas y cada una de las partes de
su cuerpo, que la arrebatada señorita solo quería hacer el equipaje. Él,
con total seriedad, conteniendo su emoción consultó una agenda y le
exigió que fuera el día que él le indicara. Ella, sorprendida aunque
llena de entusiasmo, aceptó y en la fecha prevista, la señorita Stella
apareció en Granada en una cálida mañana de verano, deslumbrada de luz e
incertidumbre, con unas enormes gafas de sol y su perrito en una caja
de viaje.
El abrazo enamorado de J.M. recompuso su
incertidumbre. Al anochecer, con la suave brisa de la montaña, J.M. la
llevó al carmen de unos amigos en la Alhambra y después de abrazarla le
pidió que dejara taparle los ojos. Ella, maravillada del olor a boj y a
jazmín, y viendo que Rob husmeaba encantado, no podía creer que tanta
belleza se conservara y pudiera tenerla al alcance de su vista y sus
sentidos. Expectante, se dejó cubrir los ojos y al quitarle la venda,
vio que una luna esplendorosa se colgaba del cielo como si de un
decorado se tratara.
—Oh my God.
Y ella sonrió con una infinita dulzura salpicada de luz de luna.
—Ya te dije, my love, que yo descolgaba la moon para ti.
PD: F.F. Final feliz
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