Con la mirada puesta en el reloj de la cocina,
Darío apura la magdalena y el café con leche que le ha servido su abuela. Son
las cinco menos diez. En unos minutos lo verá pasar a través de su
ventana. Se limpia la boca, recoge los
enseres y los mete dentro de la pila. Casi tropieza con una silla en su afán de
llegar a la puerta. Solo unos instantes de retraso y puede que ya no lo vea
pasar. Pero ahí está. Con su andar cansado, el abrigo raído y la barra de pan
debajo del brazo. Si en su casa el pan se compra por la mañana, ¿cómo es que
este anciano se pasee con su envoltorio en papel de estraza por las tardes?
Es la pregunta que se hizo hace algunos días,
por eso decidió seguirlo. A una
distancia prudente y con la excusa de pasear a Tino, un perro tan viejo como la
casa en la que habita, Darío anduvo los metros (¿o fueron kilómetros?) detrás
del hombre que parece sacado de un cuento de Dickens; el viejo a veces
canturrea, otras recoge ramas secas para separar la hierba que con esta
primavera tan lluviosa ha crecido más de la cuenta. Siempre solo, siempre
ausente.
El martes, el señor del sobretodo gris se
internó en las huertas que rodean el río; las deportivas del niño volvieron a
casa llenas de barro, lo que le valió una reprimenda de su madre. Darío le echó
la culpa a Tino, dijo que se había metido en el agua y tuvo que rescatarlo.
¿Cómo explicar que su mente de detective estaba siguiendo a un sospechoso? El
hombre anduvo hasta un grupo de encinas y se sentó a la sombra. Desde lejos el
chico pudo ver que su pecho subía y bajaba como el de su abuela después de
trajinar en el jardín.
Al día siguiente el personaje solo daba
vueltas en círculo. A Darío le llegaban palabras incomprensibles, susurros que
sonaban a un idioma extranjero. Es un espía, seguro. El niño intenta acercarse
para ver si lleva un micrófono en la solapa. Es entonces cuando el caballero de
pelo gris se da vuelta y lo ve. Asustado, el chico emprende una carrera hasta
su casa y se queda mirando a través de los visillos para descubrir que el
hombre, desde la acera de enfrente, lo saluda tocándose el sombrero. Darío se
agita en un asombro recién inaugurado. ¡Lo ha descubierto! Decide suspender sus
investigaciones por un tiempo. Pero el viernes su curiosidad puede más y
reemprende el seguimiento.
La tarde augura tormenta. Bajo un cielo
plomizo y con un paraguas por toda compañía, a las cinco y diez de la tarde, se
calza sus botas de lluvia y emprende el camino. Esta vez el anciano toma una
dirección diferente. Atraviesa un descampado y se interna en un bosquecillo de
almendros que termina en una construcción desvencijada en la que se interna.
Darío espera unos minutos que se le hacen horas. Sigiloso, se acerca a la
casucha que tiene la puerta entreabierta. Con el paraguas termina de abrirla;
sus pasos son denunciados por el lamento de la madera vieja. El resto es
silencio. Silencio y oscuridad, solo rota por un punto rojo en el fondo que el
niño reconoce como el de un cigarrillo encendido. Detrás de esa luz y entre las volutas de humo Darío adivina,
más que ve, el rostro del hombre.
‒Hace tiempo que me sigues ‒le oye decir desde
una poltrona‒ ¿Qué es lo que quieres?
El niño traga saliva, se seca las manos
húmedas en los pantalones y solo atina a decir:
‒¿Me da un poco de pan?
© Liliana Delucchi
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