Fue
el único hijo de un alemán de pura cepa y una cubana. Al parecer tanto en el
físico como en el carácter los genes cubanos prevalecieron sobre la raza aria.
Guapo, bailador, jaranero, nadie se le resistía. Trabajaba lo justo porque no
lo necesitaba. Descendía de una familia perteneciente a ese grupo de
millonarios que pasan desapercibidos.
Sus
padres se conocieron en un crucero, se enamoraron, se casaron, y aunque ella le
engañó en numerosas ocasiones, su padre la aceptaba tal como era. Era un ser
maravilloso a la que el aburrimiento de la vida cotidiana, deprimía. No quería
tristezas a su alrededor. Cuando nació su hijo pensó que ser madre era lo mejor
que le había sucedido en la vida, y hasta le perdonó que durante nueve meses su
cuerpo se fuera transformando en algo con connotaciones románticas, ¡sí! pero
que visto en el espejo… Menos mal que al cabo de unos meses de su nacimiento ya
había vuelto a tener su estilizada figura.
No
había nada que la emocionara tanto como salir con su hijo y ser la envidia de
todas sus amigas. Su sonrisa la conmovía, aunque su llanto la pusiera tan
nerviosa que enseguida lo entregaba a las niñeras. Cuando sorprendió en su
bello rostro unas ligeras arrugas se puso a pensar en que la vejez no perdona,
lo habló con su marido, y aprovechando un divertido crucero se tomaron de la mano
y como quien ejecuta un paso de baile se lanzaron al profundo mar.
La
pérdida de sus padres fue difícil de asimilar para Sigfrid, aunque hay que
decir a su favor que ni siquiera esas circunstancias fueron capaces de quitarle
ni un ápice de su encanto.
Al
cumplir la mayoría de edad y yendo con un traje de Armani se daban la vuelta a
mirarle tanto hombres como mujeres. Sus inclinaciones sexuales eran muy claras:
¡Ah…, la diferencia!
A
los treinta años perdió su status de soltero, la virginidad nunca se supo… ¡Era
tan reservado!
Érika,
fue su primera mujer, una niña mimada de la alta sociedad alemana que se
enamoró de él con fruición, con egoísmo, con locura. Y eso no les condujo por un
buen camino. Siendo él, un espíritu independiente con un corazón inmenso donde
siempre había cabida para alguien más. Se casaron en la Catedral de Colonia con
gran derroche. Todo iba bien hasta que a Érika le dio por los celos. Sufría
hasta la paranoia cuando en una fiesta bailaba con todas… sin descuidarla a
ella. Si pudiera enjaularle. ¡Qué felicidad! Pero él era un pájaro libre. Ella
quería un hijo. Él pensaba que eso era demasiada responsabilidad. Ella se
enteró que tenía amantes. Él se asombró de su discernimiento. La sensación de
ser una victima anidó en el corazón de Érika. Se pasó seis meses escribiendo y
retocando una carta donde plasmó todas sus quejas, y reproches. Una madrugada,
de regreso de una fiesta, se tiró a la carretera con el coche en marcha, el
vehículo que venía detrás hizo el resto.
‒¡Qué
sandez! ¡Con lo hermosa que es la vida! Es difícil vivir con una mujer posesiva
‒pensó Sigfrid. Para cubrir las apariencias dejó de asistir a fiestas públicas durante
quince días.
Cuando
se cruzaba su capa española al salir del teatro, heredada del abuelo materno,
nadie le hacía sombra. Le gustaba a rabiar el bullicio, el pulular de amigos a
su alrededor, las noches en blanco, los intercambios.
Su
segunda mujer, Brigitte, tenía dos pasiones: su marido y su dentadura. Cada dos
meses se sentaba en la silla del dentista y colocaba su brazo derecho en el
brazo del sillón y el izquierdo sobre el papel que hacía de babero por si
necesitaba utilizarlo para secar su barbilla. El profesional mientras trabajaba
la boca de la paciente apretaba su entrepierna contra el brazo de la mujer
moviéndose con ritmo de izquierda a derecha, de arriba abajo. Ella le dejaba
hacer. Hasta que se le ocurrió comentarlo con Sigfrid esperando que su reacción
fuera digna de un hombre de honor. Pero, ¿qué podía hacer él? Sería un egoísmo
de su parte criticar algo así. Pasando los dedos por su mejilla, le dijo:
‒No
te lo tomes a mal. Ten en cuenta que lleva viudo varios años y tú eres una
mujer que enloquece. Míralo como un acto de caridad por tu parte.
Y
como en el fondo era caritativa llegó a mayores profundidades en su siguiente cita.
Pero no quedó satisfecha y le entraron remordimientos sin saber a ciencia
cierta si era por su formación moral o por la poca pericia del odontólogo.
Se
tomó un frasco completo de barbitúricos. No dejó carta alguna. Sigfrid estaba
de viaje de negocios y lo fueron a molestar en una noche de lujuria para darle la noticia. Menos mal
que encontró comprensión en sus amigos a los que les daba mucha pena su mala
suerte. Pasar por el trago amargo de quedarse viudo no era nada agradable. Y
con esta repetía.
A
los cincuenta años con una mata de pelo cano resultaba mucho más interesante
que a los veinte. Solo le faltaba un hijo que siguiera su tradición. Buscó con
esmero a la mujer adecuada. Mathilda era una intelectual. La naturaleza se
había volcado en una persona que ni siquiera se miraba al espejo. No le daba
valor a la belleza física pero allí estaba. Se dedicó a estudiar, se licenció,
se doctoró y a trabajar. Tomó fama de ser una gran profesional. Sigrid la había
obnubilado con su atractivo y su labia. Él quería tener un hijo que reuniera el
físico de los dos, la inteligencia de ella, el don de gente de él, la
amabilidad de ella, la chispa de él. No lo quería de otra forma. Y sucedió lo
inesperado. Los dos se fueron en el momento del parto.
Su
cuarta mujer, Helga, llevaba tras sus espaldas tres matrimonios, este sería el
cuarto para los dos. Se conocían desde niños. En la adolescencia cada uno había
tomado un camino diferente. Pero Helga regresó a la ciudad tras sus divorcios y
se encontraron por casualidad. Simpática e inconsciente era, si cabe, aún más
loca que él. Al cabo de tres años de matrimonio, Sigfrid le comentó de pasada
que llevaba con ella más tiempo que con sus otras mujeres. Ella lo tomó como un
elogio. Él insistía en la necesidad de tener un hijo. Ella no le llevaba la contraria,
pero ponía los obstáculos pertinentes. Cuando se dio cuenta de ello insinuó que
si no quería tener un hijo era hora de hacer cambios ya que llevaban demasiado
tiempo durmiendo en la misma almohada. Y ella cambió de almohada. Pidió a las
claras el divorcio y ella le explicó suavemente que no quería pasar por otro. No
hubo forma de quitársela de encima.
Adiós
Sigfrid. Te queremos. Así se despedían sus fieles amigos, mirando de reojo a la
desconsolada Helga.
©
Marieta Alonso Más
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