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domingo, 19 de julio de 2020

Liliana Delucchi: Desdicha


No había podido llorarlos. Ahora se encontraba frente a ese olivo siniestro pensando en ellos y sin derramar una lágrima. Debí haberlo barruntado, se dijo con la mirada sobre las piedras donde ellos pasaron sus últimos momentos.
Felisa y él tuvieron una buena vida, sin estridencias, ni grandes momentos de bienestar o dolor. Un tiempo tranquilo de días que se sucedían entre el trabajo, algún paseo, una comida con los vecinos... Hasta que ella quiso un hijo. Un vástago que no llegaba, una espera que hacía a la mujer enterrar su desesperanza entre los rosales.
Les gustaba el teatro, no solo asistían a las obras, también iban a librerías en busca de los clásicos; los griegos eran sus favoritos: Eurípides, Esquilo y Sófocles. Solos en casa, representaban alguna escena distribuyendo las sillas como si fueran el coro. Diseñaban máscaras y vestuario. Si la nieve caía detrás de la ventana o los rayos iluminaban el salón, les daba igual, estaban absortos en los personajes que creaban con sus voces y gestos.
El atardecer en que entraron en la tienda de libros, la cajera estaba con la cara hinchada por el llanto y las manos temblando.
––Me ha dejado embarazada y no quiere hacerse responsable. Me enteré de que el muy cretino está casado.
Felisa pasó por detrás del mostrador en busca de un poco de agua, mientras él intentaba consolar a la joven.
––Sé que ustedes no pueden tener hijos. ¿No quieren el mío? Yo no puedo ir a mi casa con él, mi padre me matará.
Ambos se miraron y, sin más, fingieron el embarazo de Felisa. Cuando llegó la hora del nacimiento se trasladaron los tres a un pueblo lejano donde tuvo lugar el parto. El de verdad y el fingido. Y volvieron a casa con un niño sano y hermoso.
––¿Te das cuenta? Como en las obras griegas, ha funcionado el deus ex machina. Un Dios ha bajado a nuestro escenario y ha resuelto todo. ––dijo el marido mientras preparaba un biberón.
––Si la vida fuera un teatro, ahora la gente aplaudiría porque la obra ha finalizado. ––contestó ella.
Jugaba Felisa con su hijo debajo del olivo la primera vez que la vio aparecer. Sintió temblar el alma, el silencio era tal que creyó oír respirar a la tierra, pero la voz de la visitante lo rompió.
––Necesito dinero. Si no me lo das, me llevo al niño y les cuento a todos que eres una farsante.
Al día siguiente la pareja fue al banco y le dio la cantidad solicitada. Hubo una segunda visita, y una tercera. En la última, la antigua cajera se acercó al niño que trasteaba con las piedras debajo del olivo.
––Es muy guapo, se parece a su padre, pero sin la cicatriz en la cara. Podríamos hacerle una. ––y soltó una risa que a Felisa de dio escalofríos.
Muda y temblando, cogió a su hijo y lo llevó dentro. El trayecto parecía extenderse kilómetros, la puerta estaba cada vez más lejos y los brazos le dolían, sacudidos por el llanto.
––No sirve que lo escondas, volveré y quizás me lo lleve.
Una semana después, cumplió con su promesa. Los encontró en el jardín, la mujer podando los rosales y el niño en su hamaca. Lloraba el pequeño cuando unas garras lo arrancaron del balancín, los gritos de la madre se enredaron en las nubes de la tarde mientras la intrusa corría en dirección al olivo, con el bebé bajo el brazo izquierdo y un cuchillo en la mano derecha.
Cuando el marido regresó, al no encontrar a su familia en casa la buscó en el invernadero, en el parque, por el cenador, hasta que divisó a lo lejos unas figuras bajo el olivo. Allí, bajo aquel árbol centenario encontró a Felisa desangrada y al niño con un corte en la cara, inerte en brazos de la mujer que lo había dado a luz y acunaba con voz entrecortada.
––¡Desgraciada! ––Profirió el hombre a la vez que levantaba una de las grandes piedras que dejó caer sobre la cabeza de aquella que una vez le vendiera libros… y hasta un hijo.
Alzó la vista hacia las ramas y sintió que dibujaban un telón final sobre ese baile de muerte. Murmuró: «deus ex machina».

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