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martes, 29 de septiembre de 2020

Cristina Vázquez: Romanticismo


Vocación, lo que se dice vocación no tenía más que por leer novelitas románticas en las que se embebía identificándose con la protagonista. La opulencia de su vida, una enseñanza básica, modales impecables y una adorable frivolidad fueron forjando su carácter. Se entiende que no tenía necesidad de aprender profesión alguna, pues su padre viudo no esperaba de su belleza rubia y refinadas maneras, más que un conveniente matrimonio que diera lustre al apellido, y que el especial equilibrio de Jacintha, entre fragilidad y caprichosa tozudez no significara un obstáculo.
—Tú puedes aspirar hasta a un príncipe, mi niña —le concedía amoroso el padre, acariciándole con su tosca mano la mejilla.
El buen hombre no daba crédito a que la vida le hubiera premiado con esa belleza de hija, siendo él tan rechoncho y vulgar, que ni el excelente sastre ni las abotonaduras de brillantes o los guantes de finísima piel, conseguían rebajar ni un ápice su rusticidad.
El interés de la joven por actos culturales, ópera, teatro, exposiciones, era escaso sino se inspiraban en leyendas románticas de amor sincero. Había decidido que la única verdad que merecía ser vivida era aquella que contuviera esta hermosa sustancia. La preocupación del padre es que perdiera vista y hubiera que ponerle gafas, o que la brillantez de su azulada mirada se apagara de tanto leer, pues era una fruta en sazón para ser colocada al mejor postor. Ella, en la que la imaginación se imponía con creces a la inteligencia se dejaba llevar, exigiendo con determinación que fuera un hombre amable y romántico para alcanzar en la realidad algo de lo que se escondía en los libros.
—Es mi única demanda —repetía con un tono impostado de heroína frustrada.
Y al final apareció el anhelado protagonista. Un desterrado aristócrata húngaro, exiliado de su país por motivos políticos, en esos años de soterrada convulsión de Europa anteriores a la Gran Guerra y que pocos parecían percibir.
El húngaro de nombre Andrei representaba a la perfección la estampa de cualquier héroe de sus novelas. Alto, delgado, se retiraba el frondoso pelo negro de la frente con una mano delicada y firme a la vez, en la que lucía el anillo familiar con desenvoltura. Su paso era elástico y aunque tuviera algún puño desgastado o los zapatos con arrugas ya marcadas, el impecable corte de sus trajes y la gracia de sus gestos, fascinaron no solo a Jacintha sino al padre, que veía realizado en el joven su sueño de elegancia.
Comenzó su larga luna de miel en tren con un lento recorrido desde Viena hasta París, parando en todas las grandes ciudades y en los recónditos pueblos que Andrei descubría, sin olvidar nunca los lugares con Casino dónde él jugaba apasionado, mientras ella seguía impaciente el nervioso movimiento de sus dedos golpeando las fichas con el anillo.
—Otra vez hemos perdido —le confesaba con ojos abrumados— pero la próxima será la definitiva, mi amor.
El dinero llegaba a cada lugar enviado por el enternecido padre que, dejando atrás pensamientos vulgares de inversiones y huelgas de sus minas, pretendía, señalando en un mapa los lugares del viaje, participar en la romántica historia que estaría viviendo su preciosa, única y adorada hija.
Y así fue hasta que al llegar a París empezaron a cortarse las comunicaciones. La mina se cerró por orden gubernamental y al anciano le requisaron su palacio. Su única preocupación era reunirse con su hija y poder informarla de dónde quedaba dinero y llevarle las joyas que rescató de la madre. Tras una larga y peligrosa peregrinación consiguió localizar el modesto piso dónde vivía Jachinta. Al llamar le abrió la puerta el yerno y encontró la casa atestada de gente, risas y humo, instalados alrededor de una mesa de juego. Andrei le apartó un poco exigiéndole que le tratara de príncipe, pues ése era el nuevo título que ostentaban en la ciudad.
—Y mi hija, ¿dónde está? —preguntó desolado.
Su aspecto ahora sí le encajaba a la perfección con su ropa arrugada, sin corbata y un tembloroso sombrero entre las manos. El aún elegante yerno le dio con prisas un papel con un nombre de un local y unas señas.
—Ahí la encontrarás, no me puedo entretener —sin mirarle le empujó hacía la puerta—Ha sido ella la que ha querido, ya sabes lo cabezota que es —y le sacudió las ajadas solapas.
 El local deslumbraba de luces chillonas en una calle céntrica. El gentío embrutecido, tras previo pago, entraba entre risotadas. Al fondo, sobre el pequeño escenario con telón estrellado una mujer envuelta en una túnica y con corona brillante, también de estrellas, sostenía un aro con corazones en una inmovilidad cansina. Encima de ella parpadeaba un arco en el que se leía; Princesa Jachinta. Le costó reconocer a su hija en esa estática figura llena de brillos. Creyó que se iba a desmayar, el pulso acelerado, los ojos turbios y un ahogo insoportable le forzaron a salir y entre las risotadas, un hombre parecido a él, rechoncho y vulgar, confesaba con grosería a otro.
—A ver si esta noche hay suerte y la princesa se desnuda.

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