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jueves, 29 de octubre de 2020

Cristina Vázquez: Después del silencio


Ahora todo era silencio. Un silencio espeso, contundente, que le resultaba extraño como si todo a su alrededor hubiera desaparecido en una realidad opaca.
Intentó parpadear pero no podía. Los ojos le quemaban y una venda le impedía moverlos. Gritó con todas sus fuerzas preguntando dónde estaba, qué sucedía y no hubo respuesta. Unas manos frescas le dieron golpes tranquilizadores y notó el frío de un líquido que entraba por su brazo. Tuvo la sensación de un tiempo largo e indefinido repartido entre sueños intermitentes y cuidados continuos, hasta que por fin oyó un ruido metálico que le pareció una bendición. Algo del mundo algodonoso que la rodeaba se rompía y empezó a agitarse gritando.
—¿Dónde estoy?
Poco a poco recuperó el oído y pudo entender que estaba en un hospital víctima de un atentado y había perdido por un tiempo el oído debido a la terrible explosión. Era una magnífica noticia que ya pudiera oír.
—Sé fuerte, Andrea —le susurraron voces expertas—. Has sido muy afortunada al sobrevivir.
Y empezó su nueva rutina. Ir moviéndose, hacer ejercicios cada vez más difíciles, caminar por el pasillo sostenida por muletas y amables palabras de admiración y ánimo. Es la niña del atentado oía que susurraban al pasar. Los ojos le seguían quemando y todos los días le curaban con delicadeza, pero no conseguía abrirlos del dolor que aún tenía. Cada vez que preguntaba si volvería a ver un ominoso silencio junto a palabras de exagerado ánimo la dejaban desconsolada.
Pidió a su madre que le describiera todo lo que veía. Ella le contaba cómo al árbol frente a la ventana le empezaban a nacer unos diminutos brotes, y aunque fuera febrero ya se veía despuntar flores rosas en los ciruelos del paseo. Que cada mañana los cristales aún se llenaban de vaho y ella le pedía que escribiera su nombre en ellos, Andrea. También le definía cómo se le iban oscureciendo las manchas de color castaño al cachorro.
—Te está esperando en casa.
Y así pasaban el tiempo y las semanas, describiendo todo lo que había visto. La cara del médico, el color del cuarto, el verde tierno de las hojas del árbol, cómo la luz era más intensa y las tardes se prolongaban en tonos rosas y morados.
— ¿Y cuándo volveré a ver?
Le quitaron la venda de los ojos y al abrirlos, insegura, empezó a gritar con desconsuelo y volvió a cerrarlos en un ataque de nervios.
—No quiero. No puedo ver —gritaba histérica.
Los médicos dijeron que felizmente no había quedado ninguna lesión que le impidiera recuperar la vista, pero ella se negaba a abrirlos y cada vez que lo intentaban su llanto y desesperación lo impedía.
Volvieron a su casa y aprendió a subir las escaleras, a encontrar el baño, manejarse en la cocina, todo con los ojos cerrados. Cuando le suplicaba la madre que intentara abrirlos volvía a ponerse descontrolada. Seguía pidiéndole que le contara lo que veía y así siguieron un tiempo, hasta que una preciosa mañana de principios del verano, la madre la llevó al jardín y le rogó que sintiera la humedad del césped en los pies, que oliera las rosas, que escuchara cómo cantaban los pájaros y para agradecer el estar viva que abriera los ojos de una vez.
—Por favor, si no es como si tú también hubieras muerto un poco.
La abrazó con ternura y le dijo que le esperaba un regalo, pero tenía que espabilar, si no desaparecería. La niña lloraba desconsolada agarrada a la madre.
—Es que solo veo sangre.
—La sangre se ha ido, te lo prometo.
Temblorosa empezó a parpadear y por fin los abrió. Delante había una brizna de hierba de un verde brillante, de la que colgaban gotas de rocío como un arco festivo que le daban la bienvenida a la luz.

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