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lunes, 19 de octubre de 2020

Liliana Delucchi: Bendita lluvia


Tumbado boca arriba, Felipe contempla esas gotas de agua en las que se reflejan las margaritas que siembran todo el campo, como si el universo se hubiese detenido en los restos de la lluvia. Da igual lo húmedo del suelo, siente a través de la camisa un calor atemporal que atraviesa su espalda.
Toda la región había esperado el aguacero. Semanas que se transformaron en meses de sequía, de tierra abrasada, cuarteada por el sol inclemente y el calor. Lo vio descender del autobús mientras tomaba un helado en la cafetería del pueblo, un local de los pocos con aire acondicionado.
Pantalón azul y camisa a rayas, como los estudiantes ricos que iban cada tanto a pasar las vacaciones, y un mechón rubio que casi le llegaba al ojo izquierdo. Cuando el joven bajó del vehículo se sentó en un banco a la sombra de una higuera. No tardó mucho en pasar a buscarlo uno de esos coches largos y brillantes que conducían los turistas. Una señora, sentada al volante, lo recibió con un beso y partieron con ruido de motores. Felipe  no había vuelto a verlo hasta que se cruzaron en el cementerio un jueves, el día que iba a visitar la tumba de su padre. Lo encontró frente a la verja del panteón de la familia Robles, con la mirada fija en el ángel que custodia la puerta.
—¿Crees que nos escuchan? —preguntó el joven sin darse la vuelta.
Sorprendido, Felipe miró a su alrededor y al encontrarse solo, supo que las palabras iban dirigidas a él.
—Espero que sí. Son muchas las cosas que no nos dijimos en vida.
—¿Por miedo? —el joven se giró para mirar a Felipe directamente a los ojos. — Soy un maleducado, me llamo Alberto.
Felipe dio unos pasos hacia el muchacho y extendió su mano al tiempo que pronunciaba su nombre, después caminaron despacio bajo la sombra de la alameda.
Con voz baja, Alberto fue desgranando la historia que lo había llevado hasta el cementerio. Un antiguo amigo de su padre dormía su sueño eterno allí. «Fue mucho más que eso. Alguien con quien podía compartir vivencias tan alejadas de mis conocidos como de mi familia. Yo lo admiraba, amé sus conocimientos y su falta de prejuicios, su decisión para caminar por una vida que le era adversa nada más que por ser diferente».
—Yo vine a ver a mi padre, lo hago todos los jueves porque era el día que teníamos reservado para nosotros: salir al campo, una partida de naipes o compartir el silencio.
—¡Qué bonito! Compartir el silencio con tu padre… Aunque yo también compartí silencios con el mío, solo que esa ausencia de palabras se debía a que no teníamos nada que decirnos. —Alberto se sacude unas piedrecitas que se le han metido dentro del zapato y levanta los ojos azules hasta su compañero ocasional.
—¿Tampoco hablabais sobre su amigo, el que descansa aquí?
—Tema tabú. Todo lo que yo admiraba en Pedro mi padre lo despreciaba. Hasta dejó de venir aquí de vacaciones para no encontrárselo. Yo venía con mi madre, que es pintora como lo era él.  —Con suavidad Alberto se retira el mechón de pelo rubio que le cae sobre la frente.
El camino los ha llevado a la salida y se despiden con un «hasta pronto». A partir de ese momento, y sin haberlo programado, se veían todos los jueves. Y entonces, ocurrió: uno de esos días el cielo empezó a cubrirse de nubarrones oscuros y los truenos sonaban a lo lejos.
—¡Ya llega! Por fin, la lluvia —y corrieron hasta la iglesia para guarecerse.
Se sentaron en el último banco, el frescor de las piedras de la capilla les devolvió el aliento. Se miraron y, arrodillados, rezaron.
—Salgamos a mojarnos —dijo Alberto al tiempo que le cogía la mano a su amigo. Fuera, bajo ese chaparrón bendecido por todo el pueblo, se besaron. Los ojos azules de Alberto se hundieron en los oscuros del otro. Frente a frente y cogidos de las manos comenzaron a reír bajo la lluvia.
Corre Felipe hacia su casa, es casi la hora de comer. Cuando atraviesa la portezuela del jardín encuentra al señor cura despidiéndose de su madre.
—Estás empapado, hijo, ve a secarte —ordena el sacerdote mientras se acomoda el sombrero de paja.
En vez de eso, Felipe se sienta en el porche y mira el césped del jardín que brilla bajo las últimas gotas, eleva los ojos al cielo, todavía encapotado, y da gracias por el verano, por la lluvia y por el beso. Sonríe a su madre cuando aparece con un vaso de té helado y se sienta en la hamaca de enfrente.
—Ha estado a visitarme don Mario —dice a su hijo al tiempo que le extiende la bebida.
—Lo he visto, acabo de cruzármelo.
La señora estira su falda, se pasa la mano por el pelo y respira profundo antes de decir:
—Por lo visto tienes encuentros en el cementerio con una persona no grata.
—No grata ¿para quién?
—Para todos, por supuesto. Con una madre artista y un amigo como el finado Pedro Robles, no es un amigo deseable para un chico decente. Ya he llamado a tu tío para que venga a buscarte. —Dice su madre— Una temporada en el norte te hará bien y podrás conocer gente apropiada.
Felipe se levanta, camina unos pasos y se tiende sobre la hierba del jardín, en medio de esas margaritas que, agradecidas al agua, han abierto sus pétalos. No siente la espalda aún mojada por la lluvia. Le quema, como le quema la garganta y el aire que entra a sus pulmones.

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