Su madre le dijo que los que se lavaban continuamente las manos era porque su conciencia estaba sucia. Pero ella nunca la creyó. ¿Qué placer era mayor que el de las gotas de agua, tibia a veces, fría otras, discurriendo entre los dedos? Y aunque ella lo hace continuamente, nunca sintió que fuera por tener la conciencia sucia o por albergar malos pensamientos, sino al revés. Cada vez que dejaba gotear el agua clara por su piel, sentía que tras ella se iba todo lo malo y que la tranquilidad, la placidez, se instalaba en su conciencia. Era una suerte tener aquel lavabo al lado de su cama para poder hacerlo incluso por la noche. Así, bien caliente, mis dedos tibios, igual que los suyos, mascullaba mientras levanta la mano para reflejarla en el espejo. Y esa mañana lo hizo con más mimo y cuidado que nunca. No quiso que le quedara ni el más leve olor. Ni una sensación de polvo en sus yemas. Por eso usaba lejía. Para dejarlas lisas, limpias, brillantes. Lo cierto era que luego ha de ponerse crema, y a veces mucha, pero no le importaba. A veces se las impregna en aceite, que casi se las dejaba mejor.
Se conocieron de niños. Él era casi siete años mayor. Y ella, admirada de que aquel chico le hablase, lo seguía como perrito faldero. Así, el agua bien caliente, y más jabón de sosa, mascullaba frotando entre las rojas palmas la verde pastilla de jabón.
Enseguida él quiso hacer cosas de las que al decir de sus padres no se debían hacer. Él le advirtió que eso eran paparruchadas de personas que no tenían con quien gozar. Al principio a ella no le gustaba. Hasta que perdió el miedo, la vergüenza, y comenzó a disfrutar. Se sintió tan bien que comprendió que él estaba en lo cierto. Que algo con lo que gozaban tanto no podía ser malo. Y ahora agua caliente. Tengo que quitarme bien la espuma, y se pasaba los índices a modo de rasquetas por encima. Entonces, él se fue a la Universidad. Y aunque muy triste, ella lo esperaba paciente. Al volver para pasar las vacaciones, era igual que antes, cariñoso, atento. Siempre le llevaba regalos. Luego, al atardecer, hiciera frío o calor, se iban al campo buscando sus oscuros placeres.
Fueron pasando los años y cuando ya terminó su flamante carrera y tuvo trabajo la llamó, y sin pensarlo dos veces se fue con él. En su casa le llamaron loca por marcharse así, sin casarse. Le dijeron que estaba destrozando su vida. Que cuando se cansara la iba a abandonar. ¡Qué bien huele el agua al mezclarse con la espuma del jabón! Cavilaba moviendo las manos debajo del chorro de agua. Ellos qué sabrán. Lo cierto fue que los dos eran uno y nunca supieron vivir separados.
Luego vino la guerra. Y un país extraño los invadió.
Una noche, al volver de la fábrica le dijo que se iba a luchar por ella y por su país. Por mí no lo hagas, no vaya a ser que te ocurra algo, le respondió con candidez. Por ti y por nuestro país, le contestó sonriente. Me gusta separar los dedos para que el agua entre por todos los caminos de mi piel, sonreía al moverlos como varillas de abanico. Y él se fue. Apenas tuvieron tiempo de despedirse. Le prometió que iba a volver. Fue la única vez que le mintió. No volvió nunca más.
Aquellos señores vestidos de militar que aparecieron en su casa le llevaron una bandera. Fue un valiente, le dijo el mayor de los dos sentado frente a ella en la sala. Habían asesinado a todo el escuadrón. Tan solo su esposo y yo pudimos huir. Y fue porque en ese momento estábamos inspeccionando el campo, farfullaba con la cabeza baja, pálido, desencajado. No pudimos ni enterrarlos. Me gusta verla correr hacia el desagüe, envuelta en la espuma del jabón. Corrieron a esconderse. Luego se separaron. Así tendrían más oportunidad de escapar. A él lo cogieron dos días después, le dijo con lágrimas en la mirada. Lo mataron a traición.
Y desde entonces, odiaba a todos los de aquel país.
Por fin acabó la lucha. Ella recogió su casa y se fue al país asesino. Quiso pisar la tierra en donde él dejó de respirar. Como equipaje llevaba una maleta pequeña y una caja con su bandera. Y allí, trabajando como limpiadora, fue envenenando a los señores para los que laboraba, uno a uno. Al ver llorar a la viuda, a la madre, a los hijos, ella los acariciaba satisfecha. Y la misma noche del día que se celebraba el entierro, estiraba la bandera sobre su cama y dormía plácida, tranquila. Luego, se iba a otra ciudad de aquel maldito país. Así, dejando caer el agua, ahora caliente, luego fría, jugaba a romper el chorro. Y cuando envenenó a doce, los mismos que los del escuadrón, volvió al pueblo. Volaba hacia su tierra, hacia él. Al llegar a su pequeña ciudad fue directa al cementerio. Se acostó sobre su tumba y cubierta con su bandera se durmió.
Y ahora al despertar por las mañanas en aquella casa grande, con barrotes en las ventanas, en la que los que mandaban iban vestidos de blanco, mirando al cielo piensa: Misión cumplida.
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