Mi pueblo siempre fue moneda de cambio en aquellas alianzas de reyes, nobles, y señores, eso nos lo dijo el maestro. Tenía un castillo y un hermoso río, al que cada día del año mi madre me enviaba en busca de agua y como solo tenía fuerzas para cargar un cubo, tenía que dar tres viajes antes de ir a la escuela. Cada cubo era de un color diferente y a mi perrita le encantaba meterse en ellos: el rojo se utilizaba para lavarnos la cara, los sobacos, los pies…, y luego servía para el retrete que estaba en el patio; el amarillo era para cocinar y regar el pequeño huerto y el verde para beber toda mi familia. Mi madre que según las vecinas era un poco pija, siempre la hervía. Una pérdida de tiempo, comentaban.
Cada mañana mi madre gritaba desde la cocina:
‒Que te oiga cómo te lavas.
Y con delicadeza quitaba
la capa de hielo y me mojaba un poquito los párpados, rugiendo: Brrr
A la llegada del verano, de
Virgen a Virgen, mis amigos y yo nos bañábamos en el río. No sabíamos dónde
nacía ni adónde iba a parar. Tampoco nos preocupaba. Primero metíamos los pies
desde la orilla, y tiritábamos, el agua estaba fría como un demonio, luego el
cuerpo se acostumbraba. Éramos unos valientes. Tras el baño recogíamos piedras
y competíamos a ver quién las hacía rebotar más lejos en la corriente. Siempre
ganaban los mayores.
A la salida de la escuela me
iba donde la prima Diosdada. Era el encargado de echarle un poco de agua a
la leche que vendía, luego me subía al carromato de «Mea poquito» y le ayudaba
a repartir la leche que llevábamos en cántaros. Una vez al mes la prima me daba
una perra chica, y en mi cumpleaños y Navidad una perra gorda. Entonces me iba
corriendo a la panadería y pasaba media hora o más eligiendo un dulce. Me
gustaban todos.
De vez en cuando mi padre me
daba dinerito a escondidas de mi madre y cuando nos sorprendía en la
transacción solía decirle muy bajo:
‒Estás echando a perder al
chico.
En las noches de tormenta mi
padre me enseñaba a jugar al mus, pero tan pronto retumbaba el primer trueno me
iba corriendo a los brazos de mi madre.
Pasaron unos cuantos años y un día el
maestro llegó a nuestra casa. Frente a un vaso de vino les dijo que yo valía
para estudiar. No sé cómo pudieron hacerlo, creo que la prima Diosdada se
portó, y me enviaron a estudiar a Salamanca, primero al Instituto y luego a la
Universidad. El primer médico de la familia.
Lo primero que hice cuando
empecé a trabajar fue traer a mi madre a vivir conmigo a la ciudad. No quería
salir de allí. Mi padre y la prima quedaban en el cementerio. Me hizo
prometerle que cuando muriera la enterraría junto a ellos.
Ya en la nueva casa todo era
motivo de asombro para ella y yo disfrutaba viendo su cara cuando abría y
cerraba el grifo por puro placer.
© Marieta Alonso Más
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