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sábado, 29 de mayo de 2021

Cristina Vázquez: Amor pétreo

 


En memoria de Eduardo

 

—Me comprendes ahora. ¿verdad?

Los ojos de Aurelio, enrojecidos, casi ciegos, brillaban en la tenue luz con tierna glotonería, mientras los del joven Jacinto se dilataban de asombro al contemplarla.

Hasta llegar al lugar dónde se hallaban tuvieron que atravesar un corredor iluminados por una linterna, al que accedieron a través de unas escaleras de piedra que Aurelio había construido como si reforzara una zona del jardín, en el que se alzaba la casa de sus abuelos. Una adusta casa de piedra que fue recomponiendo y agrandando gracias a la fortuna que había amasado en Sudamérica con un negocio de importación y exportación de granos.

Recompró la casa que se había quedado abandonada en manos de unos parientes y fue el único lugar al que, pese a su vida ajetreada y brillante, volvía como en un ritual de renacimiento. Sentado frente al ventanal repetía que esa montaña era su cuadro favorito.

—No quise a mi familia, excepto a mi abuelo que fue el hombre que me hizo hombre —le confesó a Jacinto esa noche.

Al decirlo abarcó con una mirada rejuvenecida la belleza que había conseguido crear, pues se convirtió, sin ser una persona de gran cultura, en un coleccionista importante. El joven se sentía incómodo por estas confesiones que le estaba haciendo el importante hombre, pese a conocerlo desde que tenía memoria. Sus padres habían sido los caseros de esa casa y aunque Aurelio fue un jefe respetuoso y educado, nunca traspasó unos límites de considerada distancia. Y que esa tarde le llamara y le dijera que se sentara con él en el salón le intimidaba.

—Jacinto —en su voz notó un temblor inesperado—. Me muero.

El otro protestó, pero si se le veía como siempre, fuerte, don Aurelio. Si no era tan mayor. Y se le iban estrangulando las palabras, sentado en el sofá cercano, con la prevención del que no está acostumbrado a unos almohadones tan mullidos ni a una conversación con el dueño, el señor que pagaba el sueldo de sus padres y sus estudios.

No habían cruzado más que conversaciones en las que le informaba cómo iba su carrera de arte, que le había obligado a estudiar, y algunos comentarios de lo rápido que iba creciendo. Recordaba de él alguna caricia cuando niño, y ahora, ahí sentado en el prohibido salón, le hacía esta confesión.

—No tengo hijos ni me he enamorado nunca—siguió mirando la declinante tarde.

Hizo un gesto con la mano como si apartara una desagradable presencia, pero no podía morirse sin confesar su secreto y le miró con una mezcla de súplica y picardía. Que volviera a las diez de la noche le ordenó.

—Y ahora déjame descansar.

Jacinto consternado por todas las confesiones recibidas volvió a la hora fijada. Lo encontró de pie con una linterna en la mano y una expresión de regocijo que sorprendía en el rostro afilado.

—Vamos muchacho.

Abrió una puerta disimulada al fondo de la despensa y empezaron el descenso de las secretas escaleras que llevaban al corredor, al final del cual divisó una puerta blindada que abrió Aurelio, ayudado por el joven. Al entrar le pidió que cerrara los ojos. Oyó el ruido de un interruptor.

—Ábrelos ahora.

Una estatua de mujer sin cabeza, tenuemente iluminada, destacaba sobre unas delicadas colgaduras de terciopelo verde. La belleza de la figura le dejó sin habla. Nunca había visto nada tan delicado y perfecto. Aurelio se acercó a la escultura, la acarició con la morosidad de un experto amante y apoyó la rala cabeza sobre su pecho.

—Este ha sido mi único amor. Me comprendes ahora ¿verdad? —y le suplicó abatido—. Cuídala cuando no esté.

© Cristina Vázquez

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