El taxi
recorría la avenida Santa Fe con la molicie de una tarde soleada de otoño, para
detenerse en la intersección con la avenida Coronel Díaz. El chófer lo reconoció
al instante, y supo referirle un sinnúmero de citas a las que estaba
agradecido. El pasajero sonreía trasluciendo su alma en el empeño.
―Por
favor, déjeme ayudarlo ―dijo con rotundidad―.
Esperó que pasase un veloz colectivo, saltó a la acera y así pudo abrirle
la puerta.
Con el
auxilio de una, más que secretaria, descendió del coche. El hombre tiró de los
bajos de la chaqueta para evitar las indeseables arrugas dejadas por el
asiento.
―¿Cuánto
le debo? ―Preguntó la mujer.
―Nada,
señora, uno no siempre tiene el placer de llevar alguien como él.
―Gracias.
―Se limitó a decir ella y él a extender la mano en el éter.
―Soy yo
el agradecido. ―Contestó quedándose al lado de su taxi, en tanto, el portero
del edificio corría a franquearles el paso.
Desde mi
mesa lo vi entrar en la consulta. Como un niño obediente esperó a que el borde
del asiento de la silla le tocara las piernas para sentarse. El infaltable
bastón jugaba entre sus manos, mientras una vacua mirada colegía dónde me
encontraba, médico y relator de estas líneas. Aun así corrigió ligeramente su
cabeza hacia la izquierda cuando al inhalar profundamente, producto de una
alergia, terminó por determinar mi correcta localización.
―¿A qué
se debe su alegría doctor? ―Espetó sin previo aviso.
―Siempre
he sentido curiosidad por la capacidad que tienen los ciegos de advertir los
estados de ánimo en los demás ―dije en el rol de médico cuando entrecruzaba mis
brazos sobre el pecho―. Es más, muchas veces me pregunto quiénes son los ciegos
en verdad.
―Si bien
el hábito no hace al monje, sí la reiteración de acciones o actitudes tras una
larga vida. En mi caso, son tantos años de mirar hacia adentro que el exterior
se me hace algo ausente cuya pertenencia es de otro mundo… Uno tan huidizo como
la ceguera para usted. La vida no me deparó el universo de colores, tonos y
matices, gestos y ojos abismales.
―Comprendo,
comprendo… Lo he hecho venir porque tengo buenas noticias. Los últimos exámenes
dan lugar a la esperanza.
―¿Puede
ser más concreto, doctor?
―Sí. Usted
está en un punto donde, con una intervención quirúrgica y una correcta terapia post-operación,
puedo asegurarle con un altísimo porcentaje… ―El paciente se volvió hacia mí―. Podría
volver a ver.
No podía
abstraerse de girar la cabeza, como si de un aguijonazo se tratara. Cerró los
ojos y apoyó la barbilla en el puño del bastón. Un esbozo de sonrisa se
implantó en sus labios. Supo del peso de años de oscuridad, donde los colores carecían
de todo sentido, a punto tal, que el oro o el rojo se habían difuminado. En su
memoria era como intentar atrapar el olor de la luz o el tacto del mes de
enero. Una pesada respiración dio paso a una pregunta:
―¿Entonces?
―Ya
tengo todas las pruebas y sus resultados, solo resta poner fecha para la
intervención. Reitero: Se lo aseguro, podrá volver a ver. Al principio serán
los contornos, después irá ganando en precisión. De todas formas, será mucho
más que advertir solo luces y sombras.
Sentí, o
mejor dicho, vi en sus gestos cómo mis palabras de profesional rodaban y se
esparcían por el suelo, mientras repetía una negación con la cabeza. Experimenté
su ausencia en pos de viejos recuerdos de la infancia, donde los juegos fueron
olvidados para sumergirse en una lectura interminable hasta que llegó la
catástrofe. Un infinito de signos que lo expresaban todo o casi, aunque de qué
forma se precisa una tonalidad, un matiz en la pátina broncínea de un busto.
Sin duda la pérdida la advertía.
Una
ambulancia con la dramática carga de su sirena desconcertó al paciente,
sacándolo de sus pensamientos. Un movimiento imperceptible de su derecha, tal
vez involuntario, aunque propiciatorio para reiniciar el diálogo, le hizo
recobrar el control. Se aclaró la voz. Levantó la cabeza.
―Doctor,
espero que me comprenda. La ceguera me dio la libertad de la introspección, del
intelecto. Una vida vivida por otros, donde ellos llegaron a profundidades
insondables para relatarlas en prosa o en poemas. Puede sonar vacuo, pero a
través de terceras personas elegidas supe más que si las hubiese vivido. Albas,
atardeceres, un rostro querido, el mar iracundo, la sinuosidad de un trigal
mecido por el viento. Yo lo sentí, mas nunca lo vi. Por todo esto, donde usted ve,
nunca mejor dicho, un quebranto, vislumbro luz.
Esto me
dio pie a un comentario y sin darme cuenta abrí mis manos antes de hablar, inconsciente
de su ignorancia frente al gesto.
―Creo
que debe reflexionar ante un paso importante para su vida y que no ha de ser
tomado a la ligera.
―Lo sé,
doctor. Hay veces en que la ciencia nos pone ante dilemas para los cuales no
estamos preparados. ¡Paradojas del destino aparte! –Volvió a apoyar su cabeza
sobre el mango del bastón, para agregar con voz trémula―. Me siento Homero
viviendo en los ojos de Ulises una vida paralela. Tal vez se podrá argumentar su
escasa realidad, mi falta de pertenencia, aunque es innegable, la estoy
viviendo. No quiero ser retórico, pero antes deberíamos definir qué es la
realidad para usted que ve y le intuyo del otro lado de una mesa, y qué es para
mí desde mi posición.
»Además,
debo decir que entre los rescoldos del recuerdo quedan los sentimientos. Estos son
tan míos como de otros, siempre lo han sido; tal vez con mayor intensidad dada mi
condición. Mas este mundo era y es seguro. Lóbrego, pero seguro. En definitiva,
mío. Dotado de mil rutinas junto a tantas falencias, algunas muy lejanas, otras
no.
»La
ceguera me echó de la indignidad de una vida plena, para refugiarme en una cada
vez más propia, interior, imperecedera. Apareció en el momento más propicio, la
infancia. Allí los recuerdos se mezclan con ideas propias y ajenas, pero fueron
torneando mi universo. Sin saberlo, sin quererlo renací en ese homo novus que sentía a través de las
palabras. Éstas crearon el elogio de amigos y advenedizos junto a la
reprobación de enemigos y otros advenedizos. Sirvieron fielmente para describir
una y mil vidas ajenas propiciatorias de una propia. Entiendo como jactancioso
citarse a uno mismo, pero el hecho central de mi vida ha sido la existencia de
las palabras con la posibilidad de entretejer y transformarlas en poesía. No
obstante:
»El desnivel acecha.
»Cada paso
»Puede ser la caída.
―Lo han despojado del diverso mundo,
―… De los rostros, que no son lo que
eran ―agregué con los ojos puestos en su rostro afable.
Él
enderezó la cabeza y me regaló una sonrisa antes de decir:
―¡Qué
homenaje doctor!, conoce mis versos.
―Cómo no
voy a conocer un poema suyo como El Ciego,
si soy oftalmólogo y comparto nuestra época ―me sentí muy bien con mi
comentario sobre su trabajo. A los humanos nos gusta participar, cuando no
alardear de nuestras habilidades o conocimientos. Los médicos no estamos al
margen de la servidumbre del ego… Muy al contrario.
―Por
alguna extraña condición ―continuó mi paciente―, todos sufrimos la historia de
nuestra época y de nuestras pequeñas vidas que cuanto más amplias, si cabe el
término, más sujetas a la frustración, al desarraigo, al desamor… En
definitiva, a la traición. Por contraposición, dicho estado pudo aislarme del horror
al trocarlo por la insipidez de un vaso de agua tibia. Tal vez, al bloquear
tantos sentimientos, nació una libertad desconocida. Si hasta la luz,
generadora de mil colores, al reducirse a unos simples tonos argentinos, al imposibilitar
la lectura, me regaló, a su vez, la cálida palabra de un lector amigo. Esa que
generó mi propia filosofía, si se me permite la pretensión, y al encorsetarme en
una vida de filósofo iletrado donde la contemplación sorda de imágenes, fue mi
destino.
Se apoyó
en el bastón para acomodarse mejor en la silla y giró la cabeza hacia la
ventana que no podía ver, aunque sí vislumbrar, antes de ratificar:
―Por
todo ello, prefiero pasar mis días en la tenebrosa oscuridad subterránea de la
ceguera. Doctor, debo rehusar su ofrecimiento. Lo siento.
―¿Usted
se hace cargo de su renuncia a uno de los sentidos más valorados, al que, ahora
podría volver a disfrutar?
―Milton,
halló El Paraíso Perdido y El Paraíso Recobrado, pero en su soneto When I Consider How My Light is Spent, me
«abrió» los ojos para mi On His Blindness.
Él prefería pensar que la ceguera fue el precio por su iluminación interior.
Después de estas ideas esbozadas en el siglo XVII, nada resta decir al no poder
mejorar el silencio. Lo siento.
Ya en
pie, comencé a caminar por la consulta, tratando de razonar tamaño dislate. Me
detuve frente al gran balcón que avanza sobre la larga avenida Santa Fe.
―Por
favor, recapacite. No lo tome a la ligera y ya me estoy repitiendo, como dice
mi mujer.
―Le
ruego, doctor, sepa disculpar mi soberbia.
―¡Su
actitud es totalmente contradictoria!
―Entiéndame,
más allá de todo, por encima de todo, dejaría de ser Borges. Y porque soy
Borges puedo ser contradictorio.
© Saúl Braceras
Dedicado a Jorge Luis Borges
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