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martes, 22 de junio de 2021

Saúl Braceras: Del exilio de la ceguera

 



 

El taxi recorría la avenida Santa Fe con la molicie de una tarde soleada de otoño, para detenerse en la intersección con la avenida Coronel Díaz. El chófer lo reconoció al instante, y supo referirle un sinnúmero de citas a las que estaba agradecido. El pasajero sonreía trasluciendo su alma en el empeño.

―Por favor, déjeme ayudarlo ―dijo con rotundidad―.  Esperó que pasase un veloz colectivo, saltó a la acera y así pudo abrirle la puerta.

Con el auxilio de una, más que secretaria, descendió del coche. El hombre tiró de los bajos de la chaqueta para evitar las indeseables arrugas dejadas por el asiento.

―¿Cuánto le debo? ―Preguntó la mujer.

―Nada, señora, uno no siempre tiene el placer de llevar alguien como él.

―Gracias. ―Se limitó a decir ella y él a extender la mano en el éter.

―Soy yo el agradecido. ―Contestó quedándose al lado de su taxi, en tanto, el portero del edificio corría a franquearles el paso.

 

 

Desde mi mesa lo vi entrar en la consulta. Como un niño obediente esperó a que el borde del asiento de la silla le tocara las piernas para sentarse. El infaltable bastón jugaba entre sus manos, mientras una vacua mirada colegía dónde me encontraba, médico y relator de estas líneas. Aun así corrigió ligeramente su cabeza hacia la izquierda cuando al inhalar profundamente, producto de una alergia, terminó por determinar mi correcta localización.

―¿A qué se debe su alegría doctor? ―Espetó sin previo aviso.

―Siempre he sentido curiosidad por la capacidad que tienen los ciegos de advertir los estados de ánimo en los demás ―dije en el rol de médico cuando entrecruzaba mis brazos sobre el pecho―. Es más, muchas veces me pregunto quiénes son los ciegos en verdad.

―Si bien el hábito no hace al monje, sí la reiteración de acciones o actitudes tras una larga vida. En mi caso, son tantos años de mirar hacia adentro que el exterior se me hace algo ausente cuya pertenencia es de otro mundo… Uno tan huidizo como la ceguera para usted. La vida no me deparó el universo de colores, tonos y matices, gestos y ojos abismales.

―Comprendo, comprendo… Lo he hecho venir porque tengo buenas noticias. Los últimos exámenes dan lugar a la esperanza.

―¿Puede ser más concreto, doctor?

―Sí. Usted está en un punto donde, con una intervención quirúrgica y una correcta terapia post-operación, puedo asegurarle con un altísimo porcentaje… ―El paciente se volvió hacia mí―. Podría volver a ver.

No podía abstraerse de girar la cabeza, como si de un aguijonazo se tratara. Cerró los ojos y apoyó la barbilla en el puño del bastón. Un esbozo de sonrisa se implantó en sus labios. Supo del peso de años de oscuridad, donde los colores carecían de todo sentido, a punto tal, que el oro o el rojo se habían difuminado. En su memoria era como intentar atrapar el olor de la luz o el tacto del mes de enero. Una pesada respiración dio paso a una pregunta:

―¿Entonces?

―Ya tengo todas las pruebas y sus resultados, solo resta poner fecha para la intervención. Reitero: Se lo aseguro, podrá volver a ver. Al principio serán los contornos, después irá ganando en precisión. De todas formas, será mucho más que advertir solo luces y sombras.

Sentí, o mejor dicho, vi en sus gestos cómo mis palabras de profesional rodaban y se esparcían por el suelo, mientras repetía una negación con la cabeza. Experimenté su ausencia en pos de viejos recuerdos de la infancia, donde los juegos fueron olvidados para sumergirse en una lectura interminable hasta que llegó la catástrofe. Un infinito de signos que lo expresaban todo o casi, aunque de qué forma se precisa una tonalidad, un matiz en la pátina broncínea de un busto. Sin duda la pérdida la advertía.

Una ambulancia con la dramática carga de su sirena desconcertó al paciente, sacándolo de sus pensamientos. Un movimiento imperceptible de su derecha, tal vez involuntario, aunque propiciatorio para reiniciar el diálogo, le hizo recobrar el control. Se aclaró la voz. Levantó la cabeza.

―Doctor, espero que me comprenda. La ceguera me dio la libertad de la introspección, del intelecto. Una vida vivida por otros, donde ellos llegaron a profundidades insondables para relatarlas en prosa o en poemas. Puede sonar vacuo, pero a través de terceras personas elegidas supe más que si las hubiese vivido. Albas, atardeceres, un rostro querido, el mar iracundo, la sinuosidad de un trigal mecido por el viento. Yo lo sentí, mas nunca lo vi. Por todo esto, donde usted ve, nunca mejor dicho, un quebranto, vislumbro luz.

Esto me dio pie a un comentario y sin darme cuenta abrí mis manos antes de hablar, inconsciente de su ignorancia frente al gesto.

―Creo que debe reflexionar ante un paso importante para su vida y que no ha de ser tomado a la ligera.

―Lo sé, doctor. Hay veces en que la ciencia nos pone ante dilemas para los cuales no estamos preparados. ¡Paradojas del destino aparte! –Volvió a apoyar su cabeza sobre el mango del bastón, para agregar con voz trémula―. Me siento Homero viviendo en los ojos de Ulises una vida paralela. Tal vez se podrá argumentar su escasa realidad, mi falta de pertenencia, aunque es innegable, la estoy viviendo. No quiero ser retórico, pero antes deberíamos definir qué es la realidad para usted que ve y le intuyo del otro lado de una mesa, y qué es para mí desde mi posición.

»Además, debo decir que entre los rescoldos del recuerdo quedan los sentimientos. Estos son tan míos como de otros, siempre lo han sido; tal vez con mayor intensidad dada mi condición. Mas este mundo era y es seguro. Lóbrego, pero seguro. En definitiva, mío. Dotado de mil rutinas junto a tantas falencias, algunas muy lejanas, otras no.

»La ceguera me echó de la indignidad de una vida plena, para refugiarme en una cada vez más propia, interior, imperecedera. Apareció en el momento más propicio, la infancia. Allí los recuerdos se mezclan con ideas propias y ajenas, pero fueron torneando mi universo. Sin saberlo, sin quererlo renací en ese homo novus que sentía a través de las palabras. Éstas crearon el elogio de amigos y advenedizos junto a la reprobación de enemigos y otros advenedizos. Sirvieron fielmente para describir una y mil vidas ajenas propiciatorias de una propia. Entiendo como jactancioso citarse a uno mismo, pero el hecho central de mi vida ha sido la existencia de las palabras con la posibilidad de entretejer y transformarlas en poesía. No obstante:

»El desnivel acecha.

»Cada paso

»Puede ser la caída.

―Lo han despojado del diverso mundo,

―… De los rostros, que no son lo que eran ―agregué con los ojos puestos en su rostro afable.

Él enderezó la cabeza y me regaló una sonrisa antes de decir:

―¡Qué homenaje doctor!, conoce mis versos.

―Cómo no voy a conocer un poema suyo como El Ciego, si soy oftalmólogo y comparto nuestra época ―me sentí muy bien con mi comentario sobre su trabajo. A los humanos nos gusta participar, cuando no alardear de nuestras habilidades o conocimientos. Los médicos no estamos al margen de la servidumbre del ego… Muy al contrario.

―Por alguna extraña condición ―continuó mi paciente―, todos sufrimos la historia de nuestra época y de nuestras pequeñas vidas que cuanto más amplias, si cabe el término, más sujetas a la frustración, al desarraigo, al desamor… En definitiva, a la traición. Por contraposición, dicho estado pudo aislarme del horror al trocarlo por la insipidez de un vaso de agua tibia. Tal vez, al bloquear tantos sentimientos, nació una libertad desconocida. Si hasta la luz, generadora de mil colores, al reducirse a unos simples tonos argentinos, al imposibilitar la lectura, me regaló, a su vez, la cálida palabra de un lector amigo. Esa que generó mi propia filosofía, si se me permite la pretensión, y al encorsetarme en una vida de filósofo iletrado donde la contemplación sorda de imágenes, fue mi destino.

Se apoyó en el bastón para acomodarse mejor en la silla y giró la cabeza hacia la ventana que no podía ver, aunque sí vislumbrar, antes de ratificar:

―Por todo ello, prefiero pasar mis días en la tenebrosa oscuridad subterránea de la ceguera. Doctor, debo rehusar su ofrecimiento. Lo siento.

―¿Usted se hace cargo de su renuncia a uno de los sentidos más valorados, al que, ahora podría volver a disfrutar?

―Milton, halló El Paraíso Perdido y El Paraíso Recobrado, pero en su soneto When I Consider How My Light is Spent, me «abrió» los ojos para mi On His Blindness. Él prefería pensar que la ceguera fue el precio por su iluminación interior. Después de estas ideas esbozadas en el siglo XVII, nada resta decir al no poder mejorar el silencio. Lo siento.

Ya en pie, comencé a caminar por la consulta, tratando de razonar tamaño dislate. Me detuve frente al gran balcón que avanza sobre la larga avenida Santa Fe.

―Por favor, recapacite. No lo tome a la ligera y ya me estoy repitiendo, como dice mi mujer.

―Le ruego, doctor, sepa disculpar mi soberbia.

―¡Su actitud es totalmente contradictoria!

―Entiéndame, más allá de todo, por encima de todo, dejaría de ser Borges. Y porque soy Borges puedo ser contradictorio.

 

        © Saúl Braceras

 Dedicado a Jorge Luis Borges

                        

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