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jueves, 29 de julio de 2021

Cristina Vázquez: Vuelta a casa

 


Nunca le gustaron los inviernos. Nunca.

Qué tozuda era la niña repetían con cierta desesperación, primero el padre, luego la profesora y finalmente los amigos. Tozuda, le parecía a Mariela, una palabra contundente, una palabra que cincelaba con acierto su incapacidad para moverse de una situación o un pensamiento cuando se apoderaba de ella con esa fuerza.

––Lo siento, pero no puedo cambiarlo.

Desde que fue muy pequeña notaba el recelo, la crispación y hasta la burla cuando respondía con esa determinación. Y entre sus rotundas afirmaciones estaba la de su rechazo a los inviernos. Y eso que vivía en una heladora ciudad, llena de historia y belleza, pero con unos inviernos de los que soñaba huir.

En cuanto pudo se fue a estudiar a un lugar soleado, en el que el frío sólo asomaba tímido bajo una puerta mal cerrada o un suelo de mármol que, al pisarlo con el pie desnudo, la devolvía a los paseos escarchados de su ciudad natal.

––Anda, vuelve a la cama. No te vayas a enfriar.

Le decía somnolienta y tibia la voz de Ricardo con una dulzura que nunca pudo sospechar en un hombre. Siempre asoció esos tiernos reclamos al clima cálido, a la bruma mañanera de olores intensos, a veces casi putrefactos, que llenaban su vida de una intensidad deslumbrante. Y una de esas mañanas, al mirarle en la desvelada madrugada, se dijo que nunca habría otro hombre en su vida.

––Nunca habrá otro hombre para mí.

Él la miró con el orgullo del macho satisfecho y le susurró que era muy joven para hacer esas afirmaciones tan dramáticas.

––La vida es muy larga ––murmuró esquivo mientras la mecía con experta dulzura -muy larga, muy larga…

Ahora, aunque seguía odiando los inviernos, la vida, la larga vida la había devuelto a su fría ciudad y se asomaba, como tantas veces hicieron las mujeres a los miradores a ver pasar la tarde, la gente, cuando ya se ha decidido que se es un espectador y no un actor de la misma.

El querido Ricardo de voz dulce, amaneceres tiernos, calurosas noches y promesas tibias dijo una mañana del mes de junio que tenía que irse. Ella le vio partir desde un balcón emplumado de oloroso jazmín. Miró alejarse su figura recta, airosa, de paso ligero, más ligero de lo necesario pensó. Su última mirada, tan breve, antes de doblar la esquina y el gesto apresurado de la mano para decir adiós como si se liberara de un peso, le dieron la certeza de que más que una despedida era una huida. Nunca habrá otro hombre en mi vida y con ese convencimiento cerró las puertas del balcón y se tumbó en la cama hasta que vinieron a buscarla.

Habían pasado muchos años y ya casi no podía recordar el ángulo de su clavícula, la suavidad de sus manos, la cintura exacta, pero su voz, sus palabras sonaban con dulce precisión en su recuerdo. Cada vez que pisaba un suelo frío volvía a oírle que volviera a la cama, no se fuera a enfriar.

Esa tarde lluviosa en que el paseo desaparecía en la noche de bruma vio una solitaria figura que se acercaba bajo los árboles desnudos, yertos.

Y supo que era él.

Se sentó en una butaca pues las piernas no la sostenían. El timbre empezó a sonar y a sonar, hasta que después de un tiempo dejó de hacerlo. Mariela no se movió. Pasó toda la noche en esa butaca y a la mañana siguiente la encontraron muerta con una suave sonrisa en la cara.

© Cristina Vázquez

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