De negro absoluto, las gemelas están sentadas una junto a otra ante el féretro de su padre recibiendo las condolencias de vecinos y parientes.
—Hemos pensado que, una vez celebradas las exequias y quizás transcurrido un tiempo prudencial, organizar una carrera de caballos a la que le pondríamos el nombre de su padre, dado el amor que sentía don Prudencio por estos animales —les dice el administrador en voz baja.
Las hermanas asienten con un movimiento de cabeza y un «gracias» apenas audible.
De regreso a su casa se instalan en el salón, cada una en su sofá, en su mundo, frente a frente y en silencio. Lo rompe Mercedes preguntando a su hermana si cree que deberían participar.
—Desde luego que sí, cada una con su caballo —responde Teresa sin levantar la vista de una foto—. La carrera lleva el nombre de papá.
Las niñas, huérfanas de madre a muy temprana edad, habían sido el centro de la vida de don Prudencio y, a pesar del tiempo que le insumían la finca y sus negocios, siempre estaba atento a las necesidades de sus hijas. Con el tiempo pudo comprobar que existía una competencia soterrada, y a veces explícita, entre ellas por reclamar su atención. Tenían piques sobre quién sacaba las mejores notas, cuál hacía el mejor ramo de flores o la tarta más sabrosa. Consternado, llegó a pensar si no sería necesario volver a casarse, pero desechó la idea. Era probable que otra mujer acrecentara el problema en vez de solucionarlo.
El día que Teresa le pidió un caballo se sintió halagado, pero enseguida maduró que sería mejor comprar uno para cada una. Pero me dejaréis que yo les ponga los nombres, les dijo. Y eligió Rocinante para Mercedes y Babieca para su hermana.
Lo que el padre intuyó que serían agradables paseos se transformaron en carreras entre las niñas, trampas incluidas, solo que ninguna era responsable de los engaños sino que culpaba a la otra. La adolescencia incrementó los recelos y los posibles novios el antagonismo. La madurez no logró acercarlas.
Cuando a don Prudencio le diagnosticaron la enfermedad que acabaría con su vida, llamó a sus hijas y con la dulzura que lo caracterizaba, les dijo:
—Estoy a punto de marcharme y no querría hacerlo sin una promesa por vuestra parte. Dejad de lado vuestras diferencias, eso solo os traerá desasosiego. Sin mí solo os tenéis la una a la otra. Por favor, quereos como os he querido.
Llegó el día de la carrera. Todo está dispuesto, vecinos y aparceros participan de esta conmemoración a quien durante años fuera una persona querida en la comarca.
Las gemelas están montadas cada una en su caballo. Se miran, se estudian. Se escucha un disparo y baja la bandera que da inicio a la competición. Los animales salen al galope, menos Rocinante y Babieca, que se mantienen en su sitio. Las hermanas se miran y, sonrientes, avanzan al paso en dirección al estanque en el que celebraron la última merienda con su padre.
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