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sábado, 1 de enero de 2022

Amantes de mis cuentos: Titiriteros y trapecistas

 


 

Desde el lejano siglo XVIII mi familia ha tenido fama de ser algo peculiar. Comenzaré por el principio. Creo que todo viene de cuando la bisabuela de mi tatarabuela, en plena Revolución Francesa, poco antes de que le cortaran la cabeza al rey y luego a la reina, se le ocurrió traer al mundo a su único hijo al mismo tiempo que la duquesa para la que trabajaba.

Esa noche la alcoba principal estaba iluminada con la luz de cientos de velas, vibraba con las idas y venidas de doncellas que llevaban y traían el agua caliente y la figura de la matrona a la espera de los acontecimientos. En el cuchitril de Amélie tan solo se movían las sombras de un cabo de vela que apenas alumbraba. En toda la casa solo se oían los alaridos de la duquesa y la fuerte respiración de la criada.

Por fin nacieron los dos niños. Uno rubio, el otro moreno. Lloraban con tanta fuerza que nadie dudó de que llegarían a ser cantores. Amélie se dio prisa en arreglar a su hijo y componerse, tenía que ir a la habitación de la duquesa. Estaba todo previsto. Ella amamantaría a los dos chiquillos.

Bajaba por las escaleras con Maximilien, su bebé, cuando una multitud enardecida comenzó a derrumbar la puerta de entrada. Rauda, se introdujo en la habitación de la duquesa, que despavorida, le suplicó que salvara a su niño.

―¿Qué nombre le pongo, señora?

―Louis ―pronunció con voz temblorosa.

Amelie no era de las que perdía tiempo. Se puso a la espalda un canasto con ropa y con los dos niños en brazos corrió por los largos pasillos, bajó majestuosas escaleras, cruzó puertas labradas, pasó por la cocina y arrampló con todo el pan y el embutido que había sobre la mesa. Al llegar al sótano se introdujo en el túnel oculto para los extraños, pero no para ella. Después de mucho caminar entre sombras salió al límite más apartado del parque, junto al sendero de los álamos. Se detuvo y con el corazón en la boca contempló el imponente palacio que se deshacía en llamas.

Tomó aliento y siguió andando hasta encontrar una casa medio derruida en las afueras de una aldea lejana. Se sentó en un camastro, les dio de mamar y con los niños a ambos lados, se durmieron los tres.

Despertó con el llanto de los bebés y al alzar la vista se encontró rodeada de seis adultos, dos adolescentes y cuatro pequeñajos que los miraban con estupor. Era una troupe de saltimbanquis que estaban de paso. Contó lo ocurrido al palacio sin dar muchos detalles y se apiadaron de ella, siempre y cuando hiciera algo para ganarse la pitanza de cada día. Siendo niña se le daba bien caminar, saltar, hacer piruetas subida en zancos y pensó que era el momento para sacar provecho de aquellas habilidades.  

Hoy, al cabo de tantos años, sus descendientes continúan la tradición. Uno se fue a Suecia para formar parte del Cirkus cirkor, le gustaba ese juego de palabras comparando circo y corazón. Otro no salió de Francia y trabajó en el Cirque Plume, revolucionando el arte de la pista al combinar fiestas, sueños, y poesía. Algunos trabajan en el Cirque du Soleil, recorriendo el mundo; yo voy de pueblo en pueblo montando atracciones de feria y haciendo las delicias de los pequeños.

Nunca se habló en nuestra gran familia quién era de sangre azul y quién no. Todos la tenemos roja.

 

© Marieta Alonso Más

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