Éramos pequeños, tal vez nueve o diez años si no menos, y ya sentía por ti
un remusguillo extraño bajo la piel, como si un ejército de hormigas suaves me
traspasara de lado a lado. Y te me colabas por dentro sin poder evitarlo. No
sabía por qué, pero era así. Luego lo supe pues de lo contrario no llevaríamos
juntos desde entonces (tres hijos, cinco nietos y millones de abrazos), pero en
aquella época de descubrimientos, la vida era una explosión de novedades y tú
te delineabas en mi horizonte en forma de silueta suave, casi sin aristas, casi
sin contornos, y yo estaba dispuesto a alcanzarte al precio que fuese.
Era la primera vez que salíamos juntos. Por eso quería enseñarte lo mejor, procurarte lo mejor, darte lo mejor que supiera y pudiera. Por eso decidí llevarte a conocer la octava maravilla del mundo, el lugar más fantástico e increíble del universo, donde todo lo que pudiéramos imaginar, absolutamente todo, quedaba unido y reunido en un pequeño espacio.
Te vendé los ojos y caminamos por la calle envueltos en sonrisas. Y se nos enredaron dos suspiros, como queriéndonos atar para siempre. Anduvimos unos cuantos metros, no demasiados porque nuestro destino no estaba lejos, y nos detuvimos ante una puerta de madera. Tú plegaste los labios. A mí se me encogió el corazón. Me pareciste otra maravilla, una más, una maravilla de cera y cristal.
El sol se desparramaba lento. Abrí la puerta, te quité la venda que cubría tus ojos y entramos en una librería.
© Blanca del Cerro
#cuentosparapensarBlancadelcerro
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