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viernes, 29 de abril de 2022

Cristina Vázquez: La rayuela


 La primavera reventaba en cada esquina con la ligereza del don otorgado. ¿No era fantástico que volvieran a brotar los almendros? O lo que fuera, porque Laura siempre calificaba de almendro a cualquier árbol que se cubriera de flores blancas o rosadas.

Sí, era maravilloso, se decía mientras avanzaba hacia su casa esa tarde de tibio abril, aunque el zapato, por más media suela que le hubiera puesto, se empeñara en volverse frágil obligándole a contactar con la dureza y el frío del suelo más allá de su deseo. Pero no estaba dispuesta a que esa futilidad, el picor del resto de sabañones del invierno y la cara macilenta de su madre, le quitaran la alegría renovada de esa primavera.

El invierno había sido duro en Madrid. Un invierno frío en el que cada vez escaseaban más alimentos y elementos. Las sopas de cáscara de patata, el pan agusanado y el desánimo iban cercando las ojeras y las conversaciones de los mayores. Las tardes oscurecidas alrededor de un brasero oyendo las noticias en la radio. ¿Sería verdad? Imposible. Y la esperanza se debatía en un vaivén desesperado. Lo peor eran los gestos secos, resignados, cuando llegaba la certeza de algún desastre o muerte de un ser cercano, en el que esa esperanza se reducía a cenizas.

La madre de Laura era una mujer de una vez. Nadie la movía de sus convicciones ni de su sillón. Había decidido que muerto su hermano Pepe Ramón en el frente y perdida su escasa pero bien aireada fortuna por un requisamiento del gobierno, y por la mala gestión de su familia, realidad que nunca reconoció, se quedaba sentada en su poltrona y no había rojos ni nacionales que la movieran de ahí.

A Laura le resultaba francamente incómodo tenerle que solventar todas las necesidades y caprichos, que no contenta con haberse arruinado exigía en el estraperlo jabones y polvos de talco ingleses.
—Tengo la piel muy fina —afirmaba desolada—. Pero mi hija, que es un ángel, me consigue todo.

Una sonrisa, que a Laura le parecía ignominiosa, iluminaba su cara. No sabía de los riesgos y los tratos peligrosos que tenía que hacer. Ella permanecía igual que un ídolo indiferente asumiendo como un inevitable destino las desgracias que les rodeaban, sin perder ni su sentido del humor ni su altanería.

Laura se había hartado de suplicarle que bajara al refugio del metro de Chamberí, la estación más próxima a su casa y la que les habían asignado. Todos los vecinos al sonar las alarmas bajaban en tropel, unas veces en pijama, con mantas, llantos, bigudies y solidaridad, mientras la buena señora apagaba las luces y se quedaba inmóvil en su sillón o en la cama según la hora.

Por favor mamá, por favor, suplicaba la hija desesperada al dejarla, pero viendo su inconmovible actitud salía pitando al refugio. No podía evitar la claustrofobia al ver esas empinadas escaleras que marcaban la dirección a Vallecas y siempre temía que se precipitaran todos por ellas. Pero nunca sucedió. Se fueron acostumbrando mal que bien a acomodarse en la estación y ya casi tenían asignados los sitios dónde se colocaban. Hasta hicieron amistades.

Laura se sentaba al lado de Eduardo, un joven del 32 de la misma calle, que no estaba en el frente por tener un ojo vago. Nunca antes se habían visto y desde el Averno, como decía él que estudiaba letras, trabaron una buena amistad. Para mitigar la ansiedad que sentían, sobre todo ella por saber qué habría pasado con su madre al volver a casa, idearon una especie de juego de tres en raya dónde ponían palitroques de muerte o vida. Aunque resultara macabro les permitía sobreponerse al ruido de los aviones y de los bombardeos y cogerse las manos en los momentos de máxima intensidad.

Y esa primavera tibia con los almendros o lo que sea florecidos, a Laura no le dio tiempo a llegar a su casa, pues empezaron a sonar las alarmas y tuvo que meterse a toda velocidad en la estación de metro sin Eduardo ni vecinos que conociera. Esperó acurrucada en el mismo sitio de siempre y miraba su juego de rayuelas en los baldosines con temor. Esa vez no se atrevió a pintar ni una raya.

Volvió a su casa.

Después de muchos años, lejos ya de ese barrio y de esos recuerdos, regresó a la estación de metro que estaban a punto de cerrar. Buscó en la pared si quedaba algún resto de los trazos que hacía con su amigo en un enigmático, perverso y alentador juego de vida y muerte. Y recordó la alegría de esa tarde cuando al volver a su casa comprobó que había ganado la vida.

© Cristina Vázquez

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