Disfruté
mucho con los preparativos. Siempre deseé navegar a bordo de un velero; hasta
ese momento mis viajes por mar habían sido en grandes buques de crucero. El
tiempo se detendría, estaba convencida de ello; esperaba con feliz ansiedad que
llegase el momento de embarcar.
Y
zarpamos al atardecer con un levante prometedor; nos lanzamos a la aventura sin
pensarlo. El patrón, un avezado hombre de mar, conocía bien el terreno; años de
experiencia lo avalaban. Nos sentíamos seguros y animados junto a él. Todo
discurría con normalidad; hasta la luna, brillante y cautivadora, nos daba la
bienvenida.
Era
mi primera vez; la primera vez que abordaba una travesía por mar a vela. Me
situé de pie en la proa para observar con detalle el entorno sin obstáculos antes
del anochecer. Me dejé acariciar por el viento que enredaba mis cabellos y
ceñía mis ropas marcando las líneas de mi figura. Cerré los ojos unos minutos y
me abandoné al placer de aquella nueva sensación. El viento mostraba su fuerza,
y batía la mayor enmascarando cualquier otro sonido en aquella inmensidad. Miré
hacia popa, mis amigos charlaban.
Pasó
el tiempo sin que yo fuese consciente del momento; me desentendí del todo. Y… de
pronto me estremecí, me había alejado tanto mentalmente… por un instante no supe dónde estaba. Reaccioné,
abrí los ojos; era noche cerrada. El viento rugía a nuestro alrededor, una
blanca estela de luz proyectaba su halo sobre la superficie del agua; fijé la
mirada en aquella oscuridad, iluminada tan solo por el reflejo lunar. Noté cómo
las olas iban creciendo en intensidad; vapuleaban la embarcación a uno y otro lado,
haciendo escorar el casco. El patrón, expresivo
y sin la menor alteración, manejaba el timón con firmeza. Me desplacé hasta
llegar a su lado tratando de sostenerme y no tropezar; me acomodé junto a él al
abrigo de su persona en la popa para verle dirigir la embarcación.
Él,
manteniendo el control sobre la rueda, se aproximó y me sujetó bien. Para no caer me ayudó atándome a un extremo
de la popa. Desde mi asiento yo saltaba y saltaba entusiasmada y feliz al ritmo
de las olas que acunaban con furia nuestra nave. Desde allí, me sentía volar por
encima de las aguas que en ocasiones intentaban pasar por encima de cubierta. Aquella
euforia desencadenada en mí, era pura sintonía con la bravura del mar que nos
rodeaba.
De
repente me paralicé; sentí vértigo. El
patrón impertérrito se mantenía en silencio como lo estaba desde el principio,
y sin formular una sola palabra trató de calmar mi desasosiego; me soltó del arnés
al que estaba amarrada y me condujo a la «bañera» junto a mis compañeros de viaje
que reían divertidos. Más tarde en el camarote, entre el temor y la inseguridad
me quedé dormida; todos lo hicimos.
Amaneció.
El mar era una autentica balsa; nada que ver con la noche anterior. Una ligera
brisa impulsaba con suavidad al velero que surcaba las aguas. Parecía como si el
casco apenas rozase la superficie del mar. Salvo el patrón todos dormían;
saludé y me instalé en cubierta. Sentada fui observando el inmenso mundo que se
abría ante mis ojos; a lo lejos ya se podían entrever los primeros bloques de
tierra, nuestro destino.
No
olvidaré jamás aquella sublime estampa; un intenso cielo azul —teñido de nubes
allá en la distancia—, con el sol que pintaba de rojo el amanecer. Experimenté una
inmensa paz y una rebosante armonía. ¡Qué belleza!, exclamé para mí. Tanta
belleza me invadió, iluminó mi semblante y enardeció mi espíritu. Me parecía
imposible poder navegar aquellas cristalinas aguas y al mismo tiempo apreciar la
suave caricia del viento pasear sobre la vela.
Sentí
algo difícil de explicar que caló en mi ánimo con fuerza y se mantuvo: Un
sentimiento profundo que levitando, conjugaba el silencio con la ausencia.
©
Caleti Marco
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