Desde que tiene recuerdos, le gusta pasear por el cementerio. Siente un delicioso gozo con la paz y tranquilidad que, impávidas, emanan las filas de panteones y el perfume de las flores. Pero lo que más le fascina son los entierros. La unidad, el recogimiento de las llorosas familias, todo ello la sobrecoge. En cuanto Carmelita se percata de que hay un enterramiento, se entremezcla con los deudos. Compungida, igual que si el difunto tuviera que ver con ella, participa en sus rezos, sobre todo en aquellos casos en que los muertos apenas llevan acompañantes. Lo hace con gusto, quizá porque como niña de la inclusa que fue no tiene familia a la que llorar. Y suspira satisfecha cuando, al final, todos los integrantes de la comitiva le dan la mano agradeciéndole su presencia. Por otra parte, a Carmelita le parece que los entierros son como las representaciones de una obra de teatro. Sobre todo cuando el atrezo de la lluvia o la niebla se mezcla con las lágrimas de los dolientes familiares. Entonces, era todo tan perfecto que hasta se le encogía el corazón. En fin, se dijo separándose unos cabellos que le tapaban la frente, para ella los entierros eran como la misma vida. Le vino a la memoria el de un difunto, casi vecino suyo, un hombre canijo y malhumorado que compensaba su pequeño tamaño con los gritos que daba a su mujer y a sus hijos. Ahora que lo recordaba, nunca los vio juntos por la calle. Pobre mujer. Carmelita suspiró apenada. Sin embargo, aquella mañana de esplendoroso sol estaban dándole sepultura su viuda y sus cuatro hijos, bien acompañados por sus cónyuges. Durante toda la ceremonia guardaron un escrupuloso silencio que mantuvieron hasta salir del cementerio. Ya en la calle, los vio tranquilos, hasta le pareció que se iban satisfechos después de comprobar que el nicho se quedaba bien cerrado. Porque los cementerios también tienen de bueno eso que a ella tanto le gusta comprobar: Las diferentes clases de amor que las gentes sienten por el que allí dejan.
Miró hacia un lado y otro, nada. No lo entendía. Era como si el día anterior no hubiera fallecido nadie. Incomprensible. Y continuó paseando acompañada por sus pensamientos. El de don Floro sí que había estado bien. Él era un hombre importante, el dueño del banco. Llegó al cementerio en una carroza tirada por dos caballos negros. La debieron sacar de un museo, meditó, porque por allí nunca vio cosa igual. La caravana que lo escoltaba daba gloria. Coches y coches negros, brillantes como el charol. Un desperdicio de gasolina, pensó. Al entierro de don Floro casi no asistieron señoras. Pensándolo bien, y ahora que recordaba, ninguna. Pero por todos era conocido que los hombres importantes solían ir acompañados por caballeros que deseaban que los vieran allí, no fueran a quedar mal. Y don Floro, lo mismo que le pasó en vida, llegó a su última morada rodeado por hombres con gabanes negros. Era gracioso verlos pasar. Parecían una bandada de pájaros huyendo hacia el sur. Ella solo coincidió con él dos veces, y las dos en el patio del banco mientras de pie delante de la caja, esperaba a que la atendieran. Todavía lo recordaba. Pasó por delante de ella seguido por sus secuaces. Impávido, con la mirada puesta en el horizonte, caminaba hacia la puerta. Y las dos veces aquella figura delgada, tiesa, le recordó a Moisés. También a su paso, como si fuera el agua del Mar Rojo abriéndose ante el pueblo de Israel, las gentes se separaban para que don Floro pudiera pasar sin que nadie le molestara. ¡En fin! Lo cierto era que por importantes que seamos, a todos nos llega la hora. Y se persignó.
El entierro de Lola fue en el que más disfrutó. Era una mujer alegre, que cantaba y bailaba en cuanto tenía ocasión y que siempre reía. Y al parecer dejó escrito a sus acompañantes que al entrar en el cementerio comenzaran a cantar sus canciones. En aquella especie de carta que la mujer escribió con sus últimas voluntades, puso que se iba contenta porque su intención era seguir cantando y bailando alegrándole así la vida a los de arriba. ¡Qué mujer! Y cuando siguiendo sus instrucciones las alegres voces de sus deudos comenzaron a entonar sus canciones, los pies de los que allí estaban se animaron a bailar. Lo malo fue que esa tarde se celebraba otro entierro, y que a aquella triste y enlutada familia les parecieron una falta de respeto los alegres y jocosos cánticos y bailes. Y claro, unos que si estaban cumpliendo el deseo de su amiga, y los otros, cerriles, sin comprenderlo, comenzaron a soltar palabras gruesas. Eso al principio, porque siguieron con que si este no es lugar, luego que yo hago lo que quiero, que esto es lo que me pidió la Lola, los otros que si no se callan llamamos a la policía… Lo peor llegó cuando, nunca se supo quién, a alguien se le ocurrió arrojarles a los tristes una flor. Alguno más se animó e hizo lo mismo. Los otros, que apenas llevaban encima del ataúd un ramito, y que no iban a destrozarlo por ese motivo, recogieron chinas del suelo y comenzaron a arrojárselas a los de las flores. Total, que, al final, abandonando los ataúdes, armaron una pelea de la que aún hoy se habla. Avisada por los guardas del cementerio llegó la policía. Entonces, los amigos de Lola, alguno de los cuales no les gustaba que la pasma los encontrara, comenzaron a correr por los caminos saltando por encima de las tumbas y hasta dicen que más de uno llegó a esconderse en algún panteón. Otros, los más tranquilos, como el cuerpo de su amiga continuaba sin haber sido introducido en el nicho, no dejaban de elevar sus hermosas voces al cielo. Al fin, uno de ellos, un hombre mayor, de talante serio y muy educado de maneras, consiguió explicar a los guardias por qué se comportaban así. Cosa que como en el cuartelillo también era bastante conocida la Lola, la policía comprendió. Mediando los guardias entre unos y otros, se llegó al acuerdo de que mientras el cura le rezaba un responso a su amiga, la otra familia cumplimentara el entierro de su deudo y se fuera rapidito.
Todo ocurrió tal y como se había pactado y cuando los guardias después de darles el pésame, se retiraban, Que Dios la tenga en su Gloria. Era tan buena. Y tan lianta. Eso sí, para qué lo vamos a negar. En fin, la recordaremos siempre, los acompañantes al entierro de Lola como setas, fueron saliendo de los rincones. Ya reunidos de nuevo, el triste y alegre cortejo, entonó sus cantos a la vez que introducían a su amiga en su última casita. A Carmelita le dio mucha lástima verlos cómo se retiraban del cementerio con los rostros cubierto de lágrimas.
Y pensando lo cierto era que los entierros eran casi siempre tristes, solitarios, sin glamur alguno, Carmelita se fue del cementerio. Como siempre entró en el bar que estaba al final de la tapia, a la izquierda, a tomar una copita.
Contenta, Carmelita bajaba por encima del desigual camino de adoquines del paseo principal sin que se le metiera ni una sola vez el tacón en las ranuras. Había llegado a la conclusión de que la gente que acudía a los entierros era amable, y también educada. Quizá debido a la tristeza que les producía quedarse solos o bien a la satisfacción que a veces acompañaba a esa soledad. Eso, al menos ella, nunca consiguió aclararlo. Pero lo que nunca supuso fue que aquellas familias a las que acompañó, y que apenas la conocían, estuvieran tan agradecidas como para transportarla a hombros hasta su último hogar. Si pudiera se hubiera removido entre las sedas de su ataúd para darles las gracias personalmente. Pero daba igual, porque, sonriente, revoloteaba por encima de sus cabezas animándolos a vivir.
Al fin, cuando ya sintió que su cuerpo estaba recogido, Carmelita se agarró a las alas de su Ángel que la esperaba. Durante el camino, le pidió que como no tenía amigos ni familia, por favor, la llevara junto a la gitana Lola.
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