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lunes, 19 de junio de 2023

Liliana Delucchi: Todo irá bien

 


Seguí los consejos de una amiga y fui a ver a un médico. Después de varias preguntas, además de tomarme la tensión, le puso una etiqueta a mi dolor y me recomendó fármacos. No llegué a comprarlos. Estrujé la nota para tirarla en la primera papelera ya que no estaba dispuesta a ingerir antidepresivos. Caminaba por la acera cubierta de hojas de otoño cuando vi a tres empleados municipales colocando luces en los árboles. Navidad. Dios mío, ¿cómo iba a soportarlo? El panorama que se planteaba era la consabida reunión familiar en torno a una mesa con las exquisiteces de mi madre y las miradas de lástima de mis hermanas y cuñadas. De ninguna manera.

Sergio levantó su mirada por encima de las gafas cuando entré en el salón y le dije que pasaríamos las fiestas lejos de casa.

—Me parece una buena idea —se puso de pie y nos abrazamos—. ¿Dónde quieres ir?

—No lo sé -fue mi respuesta—. Busquemos en internet algún lugar lo suficientemente lejos y lo bastante diferente a pasarlas en casa.

Estuvo de acuerdo y mientras me servía una copa de vino, agregó: «La Navidad es una noche para victorias nuevas, no para peleas antiguas.»

—Tendremos nuestra victoria —susurró acariciándome el pelo— y será antes de lo esperado.

Sin embargo, lloramos.

Mamá fue la única en apoyar nuestra decisión. Mi suegra y el resto insistían en que hubiéramos debido quedarnos para pasar las veladas todos juntos, aunque seguramente nuestra ausencia les daría un tema de conversación más allá de las consabidas pullas para demostrar quién es la más guapa o el más exitoso.

La pequeña ciudad elegida cumplía con los requisitos que nos habíamos planteado y el hotel era tan cálido y coqueto como imaginamos. Entre paseos por los alrededores y caminatas por esas calles salpicadas de nieve y adornos, sentíamos abrirse el apetito y por primera vez en semanas sonreímos.

Fue una tarde de esas en que la noche cae tan deprisa que no da tiempo a ver el sol esconderse detrás de la montaña, cuando nos encontramos con un mercadillo navideño. Nos deteníamos en los puestos buscando regalos para que la familia perdonara nuestra huida, cuando descubrimos uno que nos hizo acelerar el corazón. Vendían abalorios para colgar en las cunas. Si bien no estábamos seguros si detenernos o no, nuestros pies decidieron por nosotros y, con mis labios temblando, tal vez por el frío, nos acercamos

Una señora mayor detrás del mostrador con una expresión muy agradable nos invitó a elegir alguno de sus productos. A su lado había una niña de no más de cinco años sentada en una sillita de enea que se puso de pie cuando nos vio.

—Mi nieta —nos la presentó la anciana.

—Chiara —dijo la niña extendiendo la mano como hacemos los mayores- y mi abuela se llama Ludovina.

Fue esa chiquilla quien eligió por nosotros; casi sin mirar lo que habían puesto en la bolsa, la introdujimos en la mochila y nos alejamos no sin antes desearles Feliz Navidad en un torpe alemán.

La cena de Nochebuena transcurrió en el hotel, bien servida y con una música tan apacible como el trato del personal. Estábamos a punto de brindar cuando escuchamos campanadas. Es la llamada a la Misa de Gallo, nos informó una atenta camarera. Leí un ¿vamos? en la mirada de Sergio a la que asentí y nos dimos prisa en ponernos los abrigos y caminar hacia la iglesia bajo los primeros copos.

Nunca habíamos podido presenciar esa celebración, ya que la fiesta que se lleva a cabo en las casas de nuestras familias suelen traspasar la medianoche. Este año todo iba a ser diferente.

El templo era grandioso, con magníficas obras de arte y una iluminación que invitaba al rezo y a la reflexión; los lugareños iban llenando el recinto y poco a poco el ambiente comenzó a caldearse. De pronto, cuando los sacerdotes entraron acompañados por un órgano con una sinfonía celestial, nunca mejor dicho, sentí que algo apretaba mi mano a través del guante. Miré hacia abajo y vi el rostro sonrosado de Chiara. Nos mantuvimos cogidas durante la ceremonia y cuando llegó el momento de darnos La Paz, ella me susurró al oído «esta vez todo irá bien». La estreché contra mi pecho dándoles las gracias. A ella y a quien fuera que nos hubiera hecho elegir aquella ciudad y ese momento.

Un mes después visité a mi ginecólogo que repitió las palabras de aquella niña a la que solo había visto dos veces. Cuando cumplido el plazo del embarazo tuvimos a nuestra hija, ni Sergio ni yo dudamos en cuál sería su nombre.

© Liliana Delucchi

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