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sábado, 29 de julio de 2023

Cristina Vázquez: Venganza

 


Le costó soltarse de la mano esquelética de su abuelo. Esa mano inerte se agarraba a la suya como una pata de ave y con una mezcla de repugnancia y dolor consiguió librarse de ella. En ese momento un pájaro se cruzó por la ventana y lanzó un grito. A Pablo le pareció que se llevaba volando el alma del anciano. El sol ya empezaba a ser potente, un rayo se inmiscuyó a los pies de la cama y el nieto miró desde ese resplandor la inerte figura.

—Adiós —susurró—. Cumpliré la promesa.

Las mujeres esperaban en la puerta y cuando salió el chico, llorosas, le abrazaron. Ya era el único hombre que quedaba en la familia. Y como hadas oscuras y diligentes entraron en el cuarto a hacerse cargo del cadáver.

La humedad empezaba a cuajarse en los cuerpos. La densidad de ese aire tropical le hacía difícil moverse, aturdido por lo que acababa de vivir y por los ruidos de los pájaros en el jardín. Encontró refugio en su dormitorio mientras las carreras, los llantos y los bisbiseos de las mujeres cruzaban la planta baja. Puso el ventilador en marcha y se dejó adormecer después de la larga noche insomne, con el firme propósito de cumplir la promesa hecha.

Su abuelo Jacinto hizo las veces de padre, pues este desapareció siendo él un niño. Fueron unos años de espera, hasta que un buen día, el abuelo decidió que el yerno no iba a volver y que no había mayor tontería que hacer un luto sin muerto. Y tú, hija mía, conminó a la madre de Pablo, puedes elegir entre vestirte de negro o vivir la vida. Pusieron mirando a la pared las fotos en que salía el ausente y a otra cosa. La casa se volvió a llenar de actividad, canciones y alegría.

—Yo seré como un padre —le confesó sosteniendo por los brazos al chiquillo—. Y haré de ti un hombre de bien que cumpla su palabra.

Mientras el ventilador sonaba con ritmo parejo adormeciendo al muchacho, le vino a la cabeza la promesa hecha al abuelo. Fue lo último que le pidió antes de entrar en la inconsciencia, que volviera a su pueblo y entregara en la ermita el dinero que había guardado para este fin. Un hombre de bien cumple su palabra.

Pablo recordó las innumerables veces que don Jacinto rememoraba su patria y en especial donde había nacido. No era grande y sin ser rico, el pueblo tenía todas las casas de piedra. La suya era la solariega, la más grande desde la que se veía la altiva ermita en la cima de la colina. Pero no había terreno para repartir entre tantos hermanos y él se vino a esta tierra llena de dulzura y de dificultad, donde consiguió fortuna y familia.

El chico se sabía casi de memoria las descripciones de la alameda del rio en verano, el señorío de la gente, las romerías a la ermita de San Lorenzo… Y cada vez, el abuelo aumentaba en sus descripciones el tamaño del pueblo, la belleza del retablo que podía ser de Juan de Juanes, la perfección del empedrado, la elegancia de la galería del casino con la luz del atardecer…

A los pocos días del entierro y de formalizar documentos, Pablo decidió que iba a cumplir lo antes posible la promesa tantas veces exigida. Además, pensó que en ese pequeño paraíso podría encontrar trazas de sus antepasados y reconocer ese lugar de ensueño.

Se embarcó a principios del cálido mes de enero lleno de ilusión y satisfecho al ir a cumplir lo prometido a la persona que más bondades le había otorgado en esta vida. Llegó a España bajo una nevada que le mantuvo encerrado con un fuerte catarro unos días. Le apenó que los árboles se mostraran pelados de hojas, él nunca lo había visto, y cuando se repuso se acercó al pueblo, a la Ítaca soñada.

Cuando llegó le resultó imposible acoplar la imagen que tenía con la vulgar y semiderruida aldea en la que vivían unas escasas veinte personas. Preguntó por la casa solariega y un viejo con sorna le contestó que de solariega poco y de solar menos. Le señaló unas ruinas que estaban un poco en alto. Se sintió traicionado. Como el frío era intenso en el desolado paraje, pidió un coche para llegar a la ermita, el suyo lo había despedido pensando en permanecer un tiempo en el lugar. Los hombres que se iban acercando se rieron concluyendo que llevaba años cerrada y era imposible en invierno subir a ella. El camino se quedaba intransitable.

Refugiado en el oscuro bar, que era lo único que quedaba del Casino, le aclararon que ese había sido el nombre de la taberna, pero que casino como tal, le explicaron entre risotadas, nunca había existido. Y el párroco, ¿dónde podría encontrarlo? Venía a cumplir una promesa de Jacinto Valverde. Quería entregar ese dinero —se señaló el abultado bolsillo— para la ermita de San Lorenzo en su nombre. Él era su nieto. Los viejos que charlaban con él se miraron desde el fondo de sus escurridizos ojos y escupiendo en el suelo hicieron una señal de conjuro con los dedos.

—Ese donde mejor ha estado es lejos de este pueblo —concluyó el que parecía capitanearlos—. Aquí poco hubiera podido vivir después de lo que le hizo a la Antonia.

Y el párroco, como dice el señorito, continuó malicioso Florencio, era un pobre cura que iba de pueblo en pueblo intentando santificarlos. Las risotadas de los otros se hicieron más fuertes y empezaron a acercarse otros parroquianos aburridos y desocupados, al vocear el jefecillo, señalándole, que aquí estaba el nieto del Jacinto, ni más ni menos. Le fueron rodeando, un maldito coro de bocas enrojecidas y desdentadas. Dice que viene a cumplir una promesa del abuelo, que le ha dado un dinero para reparar la ermita.

Se miraron entre ellos con un codicioso brillo y se acercaron a palparle. Pablo sintió que una nausea se apoderaba de él y empezó a temblar no solo de frío. Le arrebataron la bolsa sin que él casi se diera cuenta. Lo único que sintió fue un pinchazo frío y seco en la ingle.

—La venganza se sirve fría—aseguró el cabecilla mientras limpiaba el cuchillo con parsimonia.

© Cristina Vázquez

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