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jueves, 13 de julio de 2023

Malena Teigeiro: El árbol de la ermita

 


Tomás subía todos los días, casi de madrugada, hasta lo alto de monte. Le gustaba cazar. Aquella tarde en que la niebla casi le impedía ver el camino, bajaba la montaña, hambriento y malhumorado. Además de haber discutido con Rita antes de salir de casa, el día le había resultado un fiasco: Ni un solo conejo se le colocó delante de la mira. Y no es que le molestara no haber cazado ni una pieza, eso le daba lo mismo, porque lo que de verdad le placía era caminar por la sierra de Los Ancares, de donde procedía su familia.

Su abuelo, el último que vivió en la aldea, una mañana recibió la carta en la que lo llamaban a filas y cuando acabó la guerra se quedó a vivir en la ciudad en donde se casó y tuvo un hijo, el padre de Tomás, que tampoco demostró ningún interés por aquella aldea perdida entre los montes. Cuando al fallecer su padre, Tomás heredó una abandonada palloza en el Piornedo, intrigado, y con la idea de venderla por lo que le dieran, se fue a ver qué era aquello que habían conservado durante todas sus vidas su padre y su abuelo.

Algo le atrajo en el momento en que empujó las cuatro tablas que todavía quedaban de la puerta de la palloza, de la que había desaparecido el tejado de paja. Ya había anochecido cuando terminó de examinar con mimo cada piedra de la pared medio hundida en la tierra. Luego de meditar un momento, decidió que era mejor pasar la noche en la aldea, que conducir de vuelta por aquellas carreteras de tierra y con altos precipicios a un lado.

Se alojó en una pequeña fonda, cercana a su palloza, en la que también servían comidas. Mientras cenaba un abundante plato de huevos fritos con patatas y chorizo, el dueño de la fonda le comentó la buena caza de rebecos y cabras montesas que había por aquellos montes. Y como era la caza su deporte favorito, también quizá enamorado por la fragancia y el sabor de los huevos que estaba degustando, sin pensarlo demasiado, decidió contratar unos albañiles y reconstruir la palloza.

 Aquella casa redonda se había convertido en una vivienda moderna en donde ahora lo estaba esperando Rita, su mujer, que como siempre que llegaba con los zurrones vacíos, lo miraría con una risita parda que él aguantaba muy malamente. Por no pensar en lo que le molestaba el retintín de su voz: Pobre. Habrás pasado mucho frío. ¡Total, para nada! Y luego, como hacía siempre, bajará la cabeza compungida. Después, mimosa, se le colgaría del cuello escondiendo el rostro en su hombro. ¡Hipócrita! Como si no supiera que lo hace para que no vea la alegre luz de sus ojos. ¡Si hasta habría pasado el día rezando para que no tuviera éxito en su día de caza! Cualquier cosa con tal de que me deshaga de la casa. O al menos, le dijo una vez, consérvala como lo hicieron tu abuelo tu padre, pero sin tener que venir nosotros hasta el fin del mundo. Al acercarse a la pequeña ermita, contempló el árbol que crecía solo, gallardo, arropado por la nieve enfrente del pequeño templo. Tomás suspiró. Pero lo que más le molestaba de Rita, era que siempre, como si fuera la más abnegada de las esposas, se empeñara en acompañarlo cada vez que decidía volver a cazar en Los Ancares.

—Si es que ya no tienes edad para estos esfuerzos —le humillaba dándole un beso cuando sin levantarse de la cama, lo despedía hasta la noche.

Tomás, con las botas casi hundidas en la nieve, se detuvo. Admiraba el árbol arropado por la escarcha y el hielo. Quizá le gustaba más que en verano cuando aquellas ramas, ahora secas, lucían el limpio verdor de las hojas. Lo cierto era que más que un árbol parecía el guerrero protector de la ermita de piedra, se dijo.

Algo se movió entre las sombras del atardecer alrededor de la capilla. Quizá fuera un oso de los que, decían, pululaban por la sierra. Aunque él nunca vio ni se tropezó con ninguno. Y creía que tampoco nadie en la aldea los había visto. Era uno de tantos cuentos y leyendas que se contaban alrededor de fuego. Subió el arma, apuntó y disparó mientras pensaba en que, si fuera un oso, no sabría cómo arrastrarlo hasta su casa. Lo mejor sería dejarlo al pie del árbol y recogerlo al día siguiente. Sí, y le pedirá a los hijos del de la bodega que le ayuden. Seguro que esta vez Rita estará contenta. Con la piel haría una alfombra para colocar delante de la chimenea al lado del sillón. Era el único sitio en donde le gustaba estar. Allí leía esas estúpidas novelitas de amor que casi siempre se desarrollaban en Inglaterra, como si en ningún otro lugar se supiera amar de forma romántica.

Después del disparo Tomás esperó. Nada se movía. Se fue acercando al árbol poco a poco, muy despacio, hasta que de pronto un intenso dolor le sacudió el brazo, el pecho. El cuerpo de Tomás se dobló. Aquello a lo que había disparado se le acercaba lentamente. Antes de que Tomás se derrumbara sobre la nieve al pie del solitario árbol, sintió que unos brazos lo envolvían. Debía de ser la niña vaquera que había sido violada y asesinada cerca de la ermita y que, según murmuraban los viejos de Los Ancares, vagaba por los montes recogiendo a los que se perdían.

Tomás cerró los ojos y enredado en la niebla húmeda, fría, voló con ella.

© Malena Teigeiro

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