Para Lucía T. que le gustan
los finales felices
Curro era un hombre viejo.
Había sido pastor de cabras y después modesto campesino de un pequeño terreno
que entró a formar parte de una finca más grande en una renovación agraria. El
nuevo propietario fue mi abuelo que dejó a Curro su cultivo y le contrató para
que vigilara la finca y la casa cuando no estuviéramos ahí.
Era un hombre sin edad.
Recordaba a un pedazo de cuero de lo curtido que le habían vuelto tantas
décadas al sol y al aire. A lo mejor no llegaba a los sesenta cuando entró en
nuestras vidas, pero siempre me pareció muy viejo. De pequeña estatura, flaco
como una rama seca, desprendía una agilidad de felino. Daba la impresión de que
no desperdiciaba ni un gramo de energía en una acción inútil.
Mi abuelo Jerónimo no sería
mucho mayor que él, pero a mí me parecía distinto, como si en él se fraguara el
tiempo y le viera envejecer, mientras que Curro hubiera alcanzado un fragmento
de eternidad que lo volvía inmutable. Al menos tres veces por semana se
sentaban los dos a la caída de la tarde en el porche que daba a norte en verano
y en invierno en la galería del sur. Con una mesa y una limonada por medio
empezaba un diálogo que me resultaba fascinante, aunque no entendiera de lo que
hablaban, pues el hombre muchas veces emitía pequeños sonidos de afirmación o
gruñidos desaprobatorios sin pronunciar palabra. También inmutable en su
vestimenta: El sombrero en la mano que no soltaba nunca, un pantalón de pana
marrón y una chaqueta de la que le asomaban tímidamente las manos de larga que
le quedaban las mangas.
El contraste era enorme, de
hecho, en muchos de mis cuadros he reproducido esta escena que guardé en mi
retina infantil como una de las situaciones fascinantes. El abuelo era un
hombre de carácter fuerte, al que no le gustaba que le contrariasen. Un hombre
importante al que todos le trataban con una mezcla de temor y respeto. Aunque
con sus nietos se ablandó, una mirada suya podía dejarte pinchado como una
mariposa de la colección que tenía. Pero con Curro algo en él se calmaba y
podía pasar el tiempo sin impacientarse ni tener ningún signo de irritación.
Siempre afirmaba que aprendía mucho de él. Era un hombre sabio, declaraba con
admiración.
La familia estaba pasmada y
feliz de que pasara ese tiempo entretenido y relajado. Esas entrevistas no
dejaba presenciarlas a nadie, excepto a mí que, al ser un niño silencioso y
quizás su nieto preferido, me dejaba pulular alrededor de ellos. Muchas veces
me sentaba entre los dos mirándolos alternativamente sin comprender mucho de
qué hablaban ni interpretar los ruidos guturales de Curro.
Un verano en la que los
destellos morados del atardecer tenían ya el presentimiento del otoño, Curro
apareció vestido de negro, como para una boda, afirmó muy serio. Se sentó con
parsimonia y señaló el cielo.
—Ahí va mi nieto, don
Jerónimo —anunció a mi abuelo con la mano alzada.
—¿A dónde? —inquirió.
Pues de aquí para allá,
contestó agarrado al ala del sombrero. Y como si le hubieran dado cuerda empezó
a relatar que su chico se estaba haciendo piloto. Se metió en el ejército y ahí
estaba para arriba, y la mano trepaba por el espacio, para abajo, y casi tocaba
el suelo. El orgullo y la animación con que ese hombre contaba el hacer de su
nieto no lo he olvidado nunca.
—Yo nunca me subiré en esos
bichos —afirmó Curro rotundo—. Nunca.
Bastante difícil era la vida
en la tierra, dio un sorbo a la limonada, como para liarla allá arriba. Y el
mareo, y ver las cosas de tan lejos con todo ese aire por debajo. Nunca. Pero
el chico, subió los hombros, el chico era un valiente y va volando como vuelan
los ángeles. Eso, bajó la voz, eso, don Jerónimo hay que celebrarlo. Por eso
hoy me he vestido así. Luego entendí el valor del rito, de dar un sentido
sagrado a las cosas.
Mi abuelo le dio la
enhorabuena y a partir de ese momento cada vez que un avión cruzaba el cielo,
él con absoluta naturalidad y certeza señalaba con el dedo hacia arriba.
—No para de ir y venir
—sentenciaba con los ojos cerrados—. Ojalá no esté muy cansado porque son
muchos los aviones que conduce.
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