Su madre, Adelle, le había contado que durante muchos años aquella librería fue el lugar de reunión de su bisabuelo y de su abuelo. Según ella, iban a leer todo lo nuevo que se publicaba sobre ciencia, política, arte, así como también las novelas de heroínas, como Juan de Arco o de atribuladas damas de la alta sociedad, como Anna Karenina. Y siempre, al finalizar la cena, le manifestó, ellos les relataban sus lecturas a la luz de la lumbre. Recordaba Camille que su madre, después contarle aquello, suspiró profundo cerrando los ojos, como si aquel recuerdo de alguna manera le doliera.
En cambio, Antoine, el padre de Camille era diferente. Nada tenía que ver aquel que había sido el joven más apuesto y conquistador de Limoges con el padre y el abuelo de su madre. A él solo le gustaba trabajar la tierra, criar vacas y, sobre todo, hacer queso. También le placía jugar a las cartas en la taberna y bailar con su mujer en las ferias. En su honor había que decir que sus quesos eran conocidos como unos de los mejores de la comarca, lo que a su madre le hacía sentir un orgullo parecido al que tenía por sus hijos.
Y recordando lo feliz que se sentía al escuchar las historias que sus mayores les narraban delante del hogar, Adelle comenzó a hacer lo mismo con sus hijos. Una noche, respondiendo a la pregunta de uno de sus hermanos, Camille se enteró de que sus abuelos conocían todas aquellas historias a través de los libros que adquirían en la antigua librería. En ese mismo instante decidió que ella haría lo mismo, y dirigió sus pasos hacia la vieja tienda.
El librero, un hombre de edad avanzada, cuando escuchó su nombre la saludó cariñoso. Quizá recordaba a sus mayores. Ella le explicó que no tenía dinero para comprar los libros, por lo que le pedía el favor de que se los dejara para leer allí, en cualquier rincón de su librería. A cambio, le llevaría un queso de los que hacía su padre.
—Bien. Pero solo una vez cada quince días —percibió Camille una divertida luz en los viejos ojos del hombre, ya del color del agua vieja—. No quiero que tu padre piense que me como sus quesos gratis.
Así, sin que sus padres lo supieran, comenzó a ir, tal y como habían decidido, cada quince días a leer. Entre el olor a papel, a lápiz, a tinta de las páginas y más páginas que leía, Camille se sentía bien, por lo que fue acortando el tiempo de sus visitas hasta ir casi a diario. Nada más entrar, le pedía al anciano los libros en donde se narraban las historias que le había escuchado a su madre. El hombre se los entregaba y ella, sentada en el suelo de piedra, entre dos viejas vigas pintadas de verdiazul, pasaba las hojas a la vez que casi imperceptiblemente movía los labios. Al llegar la hora de volver a su casa, sonriente, quizá un poco arrebolada, dando las gracias dejaba el libro encima del mostrador.
Pasó el tiempo, y no sin sorpresa, el hombre se dio cuenta de que Camille tardaba exactamente el mismo tiempo en leer cualquier hoja, ya fuera el texto largo, corto o denso. Luego de pensarlo mucho, una tarde decidió introducir dentro de las tapas de la novela que le había pedido la niña, otra diferente. Y vio que arrebujada entre las vigas, Camille leía con el mismo interés.
Al siguiente día el hombre se le acercó. Se acomodó a su lado y le habló de una novela, ya un poco antigua, pero que le iba a divertir: Los tres Mosqueteros.
—Ya la conozco —le replicó risueña. Y para no malgastar luego el tiempo buscando la hoja, dejó un dedo entre las páginas del libro—. Pero me gusta más leer las novelas que cuentan tragedias románticas que las de peleas entre caballeros.
—Sin embargo, el otro día, cuando me pediste Mujercitas, te lo entregué sin darme cuenta de que dentro de aquellas tapas se encontraba la novela de Los tres Mosqueteros, que como siempre leíste con mucho interés —el hombre le cogió la barbilla mirándola con ternura—. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de la confusión?
Ella, con expresión avergonzada, le separó la mano. Bajó la cabeza y olvidando la señal que hacía con el dedo entre las páginas del libro, lo cerró. Luego lo apretó contra su pecho. Sus ojos claros llenos de lágrimas lo miraron con tristeza.
—Señor, cuando miro las hojas de los libros que le pido, dentro de mi cabeza escucho la voz de mi madre y yo, siguiendo las líneas, repito una por una sus palabras. Mi padre no permite que las mujeres de su familia aprendan a leer.
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