En
el pueblo se la tachaba de insensible, que sus ojos verdes tan bellos no sabían
llorar. Callada y serena ante imágenes que hacían verter chorros de agua al más
rudo de los hombres, ella se mantenía imperturbable.
Despidió
a sus padres, marido, amigos, sin que aflorara ni una sola lágrima. Iba al cine
eligiendo películas tristes y tampoco era capaz de llorar; veía el telediario,
los documentales no aptos para la sensibilidad de los espectadores y seguía con
el maquillaje intacto.
Solo
ante aquella ventana, la que estaba libre de miradas indiscretas, lloraba sin
cesar recordando su engañosa vida de casada. Nunca, salvo continuas
excepciones, pensó mal de su marido. Ahora, vestida de negro con el pelo
recogido en un moño, hasta de espaldas se veían las huellas de su tragedia.
¡Ay,
su marido! Era un hombre de cabeza pecadora y cuerpo casto. Ante ella discurseaba sobre la moral, la
necesidad de apaciguar las furias pasionales impuestas por la naturaleza, los
tormentos de los apetitos insatisfechos, la alegría de los placeres consumados
para acabar con que no había que dar rienda suelta a los instintos. ¡Hasta se
daba duchas de agua fría para limpiar su mente de pensamientos obscenos!
Así
fueron pasando los años: Ella deseando tener hijos y el practicando la
castidad. Hoy ante esa ventana maldice la educación que recibió de su madre. Su
marido vivió demasiado. Y, a ella, no se le ocurrió poner remedio cuando aún
tenía edad de merecer.
©
Marieta Alonso Más
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