El tío Facundo que medía siete
pies dos pulgadas era terrorífico, distinto al resto de los mortales, además,
era muy dado al mal humor. Contaban los del lugar que se comía a los niños que
se burlaban de él. Al verlo venir con su hacha al hombro y su andar patizambo
corríamos a refugiarnos bajo las faldas de nuestras madres.
Todos los miedos son
adquiridos, eso se lo oí decir al abuelo cuando jugaba a las cartas con sus
amigos. Mientras estás, bien resguardado, en la barriga materna no hay peligro.
Es en el momento de nacer, con esa sensación de que vas a caer al vacío cuando
comenzamos con el primero de los temores.
Al principio no le entendí
muy bien, pero la abuela que era mucho más lista me lo explicó de manera que lo
comprendí a la primera. Ese momento que el abuelo llamó caer al vacío es cuando
la cigüeña abre el pico y te deja caer en brazos de mamá.
Cuando cae la tarde, sentado
en mi butaca favorita, me abraza la nostalgia de aquellos tiempos. Me recreo en
las mañanas de verano, en los gorriones picoteando los restos de pan esparcidos
por el suelo, en el abuelo que me aconsejaba que no fuera nunca como aquel
zorro que vigilando el gallinero decía tener miedo de las gallinas. Tampoco, en
aquel momento, capté lo que me quiso decir. Menos mal que la abuela, siempre al
quite, hablaba para mi corto entender y me explicó muy claro que no creyese
todo lo que mis oídos escucharan, que son los hechos los que mejor muestran la
verdad, que las palabras, a veces, eran engañosas. Al ver mi cara de
desconcierto:
—Piensa, hijo, ¿tú has visto
al tío Facundo comiéndose a un niño? A que no.
Mi cabeza iba de un lado a
otro, negando.
—Pero, sí le viste cuando corrió
y te tomó en brazos justo en el momento en el que aquel caballo casi, casi, te daba
una coz.
Mi cabeza iba de arriba,
abajo, afirmando.
—Pues eso, cariño. Las acciones, hablan.
Fíjate bien en cómo se comportan los seres humanos y analiza sus palabras.
©Marieta Alonso Más
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