No era un viaje de turismo. Si habíamos elegido Roma fue porque allí iniciamos nuestra luna de miel y, aunque el tiempo transcurrido desde entonces parece lejano, no lo es. No tanto si nos comparamos con otras parejas que han sobrellevado matrimonios de muchos más años con una hidalguía de la que Carola y yo carecemos. Tenemos personalidades fuertes y nos resulta difícil, por no decir imposible, ceder paso a la opinión del otro. Es así como los límites de cada uno terminan siendo infranqueables. Incluso nos llevan a días sin hablarnos o hasta que uno de nosotros termina durmiendo en la habitación de invitados.
Por eso Roma. Ya dije que no era un viaje igual a los demás, más bien una peregrinación. Como quien busca llegar a un lugar sagrado para acercarse a ese estadio espiritual que lo aleje de una cotidianeidad abrumadoramente vulgar.
Por mi parte, me sentía el receptáculo de todos los lugares comunes y las frases hechas; salir a cenar con amigos y escuchar la incesante palabrería sobre los frigoríficos que se estropean, chicas de servicio ineptas o coches nuevos.
Cuando Carola regresaba de su trabajo, se quitaba los tacones con sensación de alivio y subía a ver cómo estaban los niños; si los encontraba despiertos, les leía un cuento y luego bajaba a beber una copa de vino. Desde el lugar de la casa en que estuviera, yo veía en su expresión que estaba abordando un destino aceptado con tal sumisión, que esa misma conformidad parecía un acto de rebeldía.
La costumbre fue formando una capa protectora para nuestras susceptibilidades, sobre todo pagábamos la tranquilidad de cada día al pequeño precio de nuestras ilusiones. Por eso Roma. Porque buscando algo que no recuerdo, encontré una foto de nuestro viaje de bodas. Porque miré a esa mujer sentada frente al televisor, ausente de lo que ocurría en la pantalla, y supe que tenía que devolverla, devolvernos, al punto de partida.
No quisimos el hotel de entonces. Regresar, sí, pero de una manera diferente. Nos perdimos por las calles, recorrimos museos, iglesias y hasta nos acercamos al Coliseo. Una tarde, de regreso a nuestro albergue, vimos un folleto sobre Villa Giulia. Nos miramos con ilusión; en el recorrido anterior no habíamos ido al Museo Etrusco y decidimos enmendar esa falta.
En medio de tantas piezas maravillosas, lo vimos: El Sarcófago de los Esposos.
—Sonríen —murmuró Carola.
No sé cuánto tiempo permanecimos ante él. Esa pareja feliz aún después de traspasar la puerta de la muerte, el símbolo de la eternidad del amor…
En ese momento sentí lo paradójico de la escena que representábamos junto a la escultura. Una pareja, nosotros, que se había acomodado a vivir en el silencio y la contradicción frente a otra que en apariencia era todo lo contrario. Me pregunté si en ese espejo distorsionado en el que nos mirábamos encontraríamos una salida a nuestra situación.
Un suspiro profundo salió del pecho de Carola, giré la cabeza y pude ver lágrimas que era incapaz de contener. Sus labios temblaban como los de un niño que hace pucheros antes de lanzar el grito que nunca se manifestará. Mi pecho comenzó a cabalgar sin freno y tuve que buscar el asiento más cercano. Unas cuantas respiraciones lograron serenarme, pero permanecí allí, en ese banco de terciopelo rojo, solo e inmóvil. A pocos pasos, en un estado de adoración, mi mujer se mantenía de pie ante el sarcófago. Posiblemente le estuviera diciendo todo aquello que yo no podía expresar.
Era incapaz de moverme. Contemplaba a Carola como si solo viese en ella promesas de felicidad. Si pudiera lograr que esa convicción arraigara en mi mente… Entonces descubrí lo infantil e imprudentes que habíamos sido en los últimos tiempos, entregándonos al desaliento. Sentí que un halo de esperanza emanaba de los esposos etruscos, me puse de pie y me acerqué a mi mujer. Como un adolescente en su primera cita, rocé su mano con timidez y miedo al rechazo, pero no ocurrió. Sus dedos largos y suaves apretaron los míos, sonrió en medio de las lágrimas… Yo también sonreí.
Entonces recordé otra imagen, la de nosotros dos junto al mar; yo un poco detrás de Carola, como el hombre de la escultura, con el brazo derecho sobre su hombro y esa tonta expresión de enamorado. Me atreví a decir:
—Deberíamos intentarlo de nuevo.
—Por supuesto —respondió en un susurro. Y me besó.
Desandamos el camino hacia la salida con una ligereza de la que carecíamos al entrar al museo, como si el gran peso que portábamos al inicio de nuestro recorrido hubiese quedado a los pies del sarcófago.
Ya en el jardín, nos recostamos sobre un muro bajo y copiamos la posición de los esposos, nos hicimos un selfie y se la enviamos a los niños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario