Tras un día duro, un obrero
hispano-portugués llegó cansado, roto y sin muchas emociones a su casa, en el
barrio de Lavapiés. Una casa antigua de sesenta metros cuadrados, amueblada
escasamente y sin mucha decoración. Lo único que allí le esperaba era un pequeño
gato naranja, que era su mascota. Tras llegar a casa, el hombre se acostó sin
cenar porque no había nada que llevarse a la boca.
Se desveló en torno a las
cuatro de la mañana, pensando en cómo cambiar su monótona y triste vida. Subió
a reflexionar a la azotea de su edificio, solo le acompañaba una botella de
vodka y un cigarro para ahogar sus penas. Dejó colgar sus piernas por fuera de
aquel lamentable edificio con la botella a medio acabar y el cigarro apagado.
Le surgió la idea de lanzarse
hacia el suelo de Madrid y acabar así con su monótona y triste vida, afectado
por el alcohol, decidió que así lo haría. Se puso en pie y cuando estaba a
punto de hacerlo sintió como una pata de gato le acariciaba, aunque allí no
había ninguno. Él se lo tomó como una señal y no saltó.
Durante los siguientes seis
días probó todas y cada una de las maneras que se le ocurrían para acabar con
su vida, pero se repetía siempre lo mismo, el gato lo acariciaba.
Así lo hizo en seis
ocasiones. Hasta que un nublado martes de abril saltó y al llegar abajo, su
gato le esperaba con un gato por cada intento de suicidio y una reproducción de
audio que decía: 7 vidas tiene un gato en un tono animado y musical que le hizo
pensar en cada caricia que sentía. Esa era la séptima ocasión en la que
intentaba morir.
Consiguió soportar el golpe y
esperó a la ambulancia mirando a un gato que lentamente se iba disipando en el
aire.
© César García Martínez
13 años
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