Toda la vida he sido muy reflexiva. Y no es
que lo piense, es que es la verdad. Si dedico una tarde a meditar, sé lo
importante que es la lluvia, en lo generosa que son las nubes al dejar caer
esas gotas de agua sin hacer distinciones, en lo delicioso que para algunos
resulta bailar bajo una fría llovizna, pero… No me gusta mojarme, no me gustan
los chaparrones y no me explico por qué tiene que llover de día cuando lo puede
hacer por la noche, a esas horas en que la mayoría de los seres humanos duerme.
Odio los paraguas, los odio.
Lo que, en verdad, adoro son los coches. Y si
es un modelo antiguo mejor. ¡Ay, si tuviera dinero! ¡Qué colección tendría!
¡Qué bonito es andar sobre cuatro ruedas! Si llueve no te mojas, si cae granizo
no te golpea la cabeza y si tienes prisa llegas antes. Cada vez que veo un
clásico aparcado, me acerco con disimulo y me hago un selfie, un
autorretrato como lo llama mi madre.
Se me van los ojos hacia el Benz
Patent-Motorwagen, que aseguran fue el primer automóvil de la historia; hacia
el Ford Modelo T que se popularizó entre la clase media; hacia el Rolls-Royce
Silver Ghost que se consideró como el de mayor calidad. A todos los amo con
locura. Si los coches fueran hombres, no me hubiese importado haber sido la
amante de todos ellos. Pero, el único coche que hubo en mi familia fue un Seat
600, de segunda mano, al que llamaban Pelotilla.
Pasaron los años y no dejé de anhelar un
hermoso automóvil. La falta de novios sin dinero para comprarlos fue la causa
principal de mi sempiterna soltería. Cuando mi madre, a sus noventa años, me ve
con la vista perdida detrás de uno de ellos, me pellizca y me hace ver lo
desagradecida que soy. Dice que no he madurado, que no valoro la suerte que
tengo. Y añade que, desde hace muchísimo tiempo, por ilusa, novelera,
romanticona, mi familia decidió, sin consultarme, ser mi paraguas…, a falta de
un coche.
© Marieta Alonso Más
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