No quería vestir de blanco, trataba
de ser honesta consigo misma, pero nadie en su sano juicio se atrevería a
sugerir semejante insensatez delante de un padre como el de Gertrudis. ¡Eran
otros tiempos!
Fue él quien le impuso ese
novio que ahí ven con cara de buena persona, siempre serio, y al que intentó
oponerse sin éxito. Todo estaba hablado al milímetro entre los progenitores,
eran amigos de toda la vida, de la misma posición social y las tierras lindaban
unas con otras. El futuro nieto
unificaría las dos grandes fortunas. Cada uno aportó, de momento, una sólida
dote.
La gente que conocía al prometido
lo estimaba, pero en la novia esos sentimientos se encontraban a un nivel muy
bajo, es más, la sacaba de quicio, por lo que tenía tales remordimientos, que la
obligaban a respetarle, un poquito, no mucho.
En esa foto que presidía el dormitorio
está la historia de sus vidas. Mirad las caras femeninas, deteneos en sus ojos,
hay determinación, luego las masculinas, socarronas. Tal parece que les
envuelve una atmósfera enrarecida como si cada uno creyera llevar las riendas
de su vida.
De derecha a izquierda vemos
el hombre al que Gertrudis amaba, casado con su mejor amiga, que a la vez
estaba enamorada de aquel que juró ese mismo día, amar y ser fiel. Sufría por su
desamor, no le hacía ni pizca de caso por lo que se entretenía con el último de
la izquierda, el que tiene levantados la punta de los relucientes zapatos, al que
su mujer engañaba con el que hoy celebraba su matrimonio. Eran tres parejas muy
bien avenidas. No hay que pensar en futuras tragedias.
La madre de Gertrudis, a la que
no se le escapaba nada, un día le susurró: Haz que dure esta perturbadora paz.
Los sentimientos pueden ser cambiantes pero el patrimonio es inamovible. Y con
un pañuelo bordado de hilo se retocó la mejilla.
Esa bonanza perduró toda la
vida. En la juventud demostraron, como buenas amigas, que compartir podía ser
algo hermoso y excitante. Ya de mayores siendo viudas se reunían ‒como siempre
habían hecho‒ una vez a la semana para criticar a quienes pasaban cerca de
ellas, recordar esos momentos que dejan huella, comentar las últimas novedades,
reír… Llorar, estaba prohibido. El surco que dejan las lágrimas no hay crema
que lo disimule.
© Marieta Alonso Más
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