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domingo, 3 de noviembre de 2024

Amantes de mis cuentos: La vida es puro teatro

 



En una aldea lejana, una vez al año, hace ya mucho tiempo venía una compañía de actores. Titiriteros les llamaban. Tenían matiné para los niños y función de noche para los mayores. Todo un fin de semana.

Se utilizaba el viejo pósito para esos menesteres, pero una noche lo cerraron. Para modernizarlo, dijeron, pero por allí no se había acercado ningún albañil. Y las malas lenguas comentaban que fue por culpa de la última obra puesta en escena.

Ocurría en un país imaginario.

En una noche de verano, sin avisar, llevaron al juzgado a todos los hombres que se dedicaban a la política.

A los que pudieron demostrar que antes de dedicarse a velar por el interés general de los ciudadanos tenían un puesto de trabajo, al que, al cabo de los años prescritos iban a volver, y prometían renunciar a ciertos privilegios cuando llegara ese momento, ya que podrían vivir de su jubilación como cualquier bicho viviente, los sentaban en unas sillas verdes.

A los que abogaban por unos derechos fundamentales, por unas prebendas al final de sus años de servicio, ya que habían dedicado parte de su vida al bien común y se consideraban merecedores de ellas, los sentaban en unas sillas rojas.

Ante el magistrado cada grupo defendió su postura. Ambos bandos demostraron esa gran facilidad de palabra, ese don para convencer, ese liderazgo que influye en las personas.  

Lo hicieron tan bien que el público se dividió en dos facciones y enardecidos gritaban y se lanzaban unos a otros insultos.

El togado pedía: ¡Orden en la sala! Pero lo que no sabía aquel actor era que a los de aquella aldea había que echarles de comer aparte cuando defendían sus opiniones. Tuvo que venir el señor alcalde con su bastón de mando acompañado de la guardia local.

O cada cual se iba a su casa sin más alboroto o los llevaban a la cárcel durante treinta días, eso dijo el pregonero que tenía una voz que se oía en todos los rincones. Mano de santo. Era época de recolección. 

Así, de pronto, como por arte de magia, los sublevados se pusieron de acuerdo y comenzaron a abuchear a los actores. Eran los culpables de su mal comportamiento. El alcalde rascándose el cogote dio con una solución salomónica. Se devolvería a los asistentes la mitad del precio de la entrada, ya que al final el togado no había tenido tiempo de dictaminar sentencia. La obra había quedado inconclusa.

Desde entonces ningún volatinero ha asomado la cabeza por aquellos lares y algunos se preguntan: ¿Por qué?

 


 

© Marieta Alonso Más

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