En una aldea lejana, una vez
al año, hace ya mucho tiempo venía una compañía de actores. Titiriteros les
llamaban. Tenían matiné para los niños y función de noche para los mayores.
Todo un fin de semana.
Se utilizaba el viejo pósito
para esos menesteres, pero una noche lo cerraron. Para modernizarlo, dijeron, pero
por allí no se había acercado ningún albañil. Y las malas lenguas comentaban
que fue por culpa de la última obra puesta en escena.
Ocurría en un país imaginario.
En una noche de verano, sin
avisar, llevaron al juzgado a todos los hombres que se dedicaban a la política.
A los que pudieron demostrar
que antes de dedicarse a velar por el interés general de los ciudadanos tenían
un puesto de trabajo, al que, al cabo de los años prescritos iban a volver, y prometían
renunciar a ciertos privilegios cuando llegara ese momento, ya que podrían
vivir de su jubilación como cualquier bicho viviente, los sentaban en unas
sillas verdes.
A los que abogaban por unos
derechos fundamentales, por unas prebendas al final de sus años de servicio, ya
que habían dedicado parte de su vida al bien común y se consideraban merecedores
de ellas, los sentaban en unas sillas rojas.
Ante el magistrado cada grupo
defendió su postura. Ambos bandos demostraron esa gran facilidad de palabra,
ese don para convencer, ese liderazgo que influye en las personas.
Lo hicieron tan bien que el
público se dividió en dos facciones y enardecidos gritaban y se lanzaban unos a
otros insultos.
El togado pedía: ¡Orden en la
sala! Pero lo que no sabía aquel actor era que a los de aquella aldea había que
echarles de comer aparte cuando defendían sus opiniones. Tuvo que venir el señor
alcalde con su bastón de mando acompañado de la guardia local.
O cada cual se iba a su casa
sin más alboroto o los llevaban a la cárcel durante treinta días, eso dijo el pregonero
que tenía una voz que se oía en todos los rincones. Mano de santo. Era época de
recolección.
Así, de pronto, como por arte
de magia, los sublevados se pusieron de acuerdo y comenzaron a abuchear a los
actores. Eran los culpables de su mal comportamiento. El alcalde rascándose el
cogote dio con una solución salomónica. Se devolvería a los asistentes la mitad
del precio de la entrada, ya que al final el togado no había tenido tiempo de
dictaminar sentencia. La obra había quedado inconclusa.
Desde entonces ningún volatinero
ha asomado la cabeza por aquellos lares y algunos se preguntan: ¿Por qué?
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario