Retrepado en su butaca, pensativo y aun sin desayunar, contemplaba el tallado vaso que tenía entre los dedos. Apenas le quedaban unos sorbos del güisqui Macallan que por tercera vez se había servido.
Hacía un año que había adquirido aquel antiguo cottage con puntiagudos tejados de brezo. Recordaba que entonces, lo único que se encontraba en perfectas condiciones eran los jardines y la huerta. Aunque había sido muy caro, tan solo por el abrazo que le dio Martha cuando la llevó a verlo, le mereció la pena adquirirlo. Era el de sus sueños, le decía mientras correteaba por los pasillos, abriendo y cerrando las negras y viejas puertas de las habitaciones.
—Sin embargo, Harry, así no podemos entrar. Hay que ponerlo al día, modernizar la cocina, los baños, en fin…
De nuevo su voz le sonó a cascabeles. Era la misma de siempre hasta que tuvo la mala fortuna de verlo entrar en el Connaught Hotel con Kate Wilson. Desde entonces, apenas le hablaba, y cuando lo hacía, daba la impresión de que hubiera bebido. Aunque él sabía que no.
Martha y Harry se conocieron de niños. La vio crecer graciosa, pizpireta, y aunque para sus padres fuera la joven perfecta, tenía que reconocer que nunca fue la mujer de sus sueños. A él siempre le molestó el interés de ellos por aquella coqueta y alegre chiquilla. Además del título que ostentaba su familia, y de la gran fortuna que Martha había heredado de un tío soltero, también les hacía gracia su lozana alegría. Sin embargo, a él le gustaban otro tipo de mujeres. Sí. Esas siempre con aire sofisticado, ropa interior de seda, y ademanes sensuales y lánguidos. En cuanto sus padres concertaron el matrimonio, ella, radiante, feliz, le confesó que desde niña soñaba con aquel momento, que siempre fue el hombre con el que quería pasar su vida.
Le resultaba curioso que desde el momento en que abandonó la casa y por consiguiente a él, descubrió que con ella se había marchado una parte de su ser. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta hasta entonces de lo mucho que la quería? Y después de que le confesara a Kate lo confuso que se hallaba en aquel momento, de que sentía la necesidad de separarse, de cortar con ella, se dedicó a encontrar el modo de reconquistar a su mujer. Decidió que para ello nada mejor que adquirir una casa en Escocia, una como la de los cuentos de hadas que les leían de pequeños y de la que Martha siempre le había hablado con una ilusión casi infantil. Se dedicó a buscarla y la encontró. Ni por un momento dudó en comprarla.
En el abrazo que ella le dio estaba su perdón. Y fue tan rápido, tan encantador, que tuvo el sentimiento de que quizá se había excedido, que podría haber comprado algo más sencillo. ¡Pero ya estaba hecho! A partir de ese momento, se consagró a poner la casa al día, decía ella. Entraron albañiles, carpinteros, tapiceros. Tenía que reconocer que el gusto de su mujer era exquisito, quizá un poco presuntuoso, pero aquella exquisitez le estaba costando una fortuna. Aunque fuera la de ella, no dejaba de pensar.
Los primeros que le hablaron de ellos, fueron dos albañiles. Le informaron de que cada vez que intentaban tirar la pared de un pequeño cuartito con el fin de agrandar el dormitorio principal, alguna fuerza que no entendían les impedía hacerlo. Los ruidos, los movimientos que se producían, les hicieron temer que se podría caer la casa, por lo que decidieron dejarlo como estaba. La segunda, fue a través de la cocinera. Según ella, cuando encendía la cocina de carbón para hacer los asados, otro de los caprichos de Martha, a través de la chimenea comenzaba a discurrir una corriente de aire tan fuerte que le apagaba las brasas. La siguiente, fue durante un paseo. Recorriendo los alrededores de la finca, se encontraron a un hombre que los saludó. Después de unas breves palabras, les preguntó si los inquilinos antiguos los molestaban mucho. Pero no fue hasta que renovaron las verduras del huerto cuando vieron que alguien había vuelto a colocar las hortalizas que ellos habían arrancado. Aunque preguntaron por los anteriores propietarios en el pub, en la tienda de comestibles, y hasta en la pequeña oficina de correos, no lograron que nadie les diera alguna razón con la que pudieran desentrañar el misterio.
Una noche, ambos se quedaron escondidos detrás de uno de los ventanucos de la planta alta. Justo cuando la luna cubría el campo, vieron aparecer a una joven doncella. Era delgada, de piel casi transparente, e iba apenas cubierta por una blanca túnica. Colgada del brazo llevaba una cesta de la que sacaba los esquejes que poco a poco, fue plantando.
A la mañana siguiente, su mujer se volvió a su residencia de Londres. Pero antes, se encaró con él. A ella no la engañaba, casi le gritó. Y añadió que se iba porque ahora conocía su verdadera intención al comprar aquel bellísimo cottage. Sí. Estaba segura de que era él el que había contratado a aquel lánguido espíritu con la intención de que del susto le diera un infarto y así quedarse viudo para poder casarse con Kate.
Pero lo que más le dolió fue que justo antes de cerrar la puerta, Martha le gritara que no se olvidaba de que cuando vendiera la casa tenía que devolverle el dinero que ella había gastado en las obras.
¡Qué mezquina! Con la ilusión con que él la compró, pensaba sin dejar de ver la imagen de Kate paseando por los jardines.
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