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domingo, 29 de junio de 2025

Cristina Vázquez: El despertar

 


El viaje a Francia de Natalia había resultado sorprendente. Era consciente del empeño que puso en organizar un itinerario en el que se combinara arte, gastronomía y naturaleza con el último afán de deslumbrar a Javier, su marido. Este se mostraba cada vez menos dispuesto a hacer viajes “sin ton ni son”, aclaraba con una encantadora sonrisa que no ocultaba su desinterés. Y de ahí su obstinación en procurar que este fuera inolvidable.

Decidió que el destino sería Francia a la que no iban desde muchos años atrás. Antes era un lugar que les encantaba, sobre todo a él que había pasado parte de su infancia ahí, con su abuela materna. Al referirse a ella Javier siempre utilizaba la misma palabra: impresionante.

—Una mujer impresionante —repetía con una expresión que se debatía entre la ternura y cierto temor.

Fueron los años en que sus padres estuvieron destinados en África como investigadores de enfermedades endémicas y consideraron que era más prudente que los niños se quedaran.

Al principio de su relación, cuando Natalia le insistía por qué elegía ese término; a él le resultaba difícil y casi contradictorio definirlo y lanzaba diferentes apreciaciones. Impresionante su presencia: alta, distinguida, con un bastón que le permitía andar con la rigidez que exigía a los demás y con el que daba golpecitos correctores en la espalda a su hermana y a él si los veía encorvados. Impresionante su cultura y la biblioteca que cuidaba como si esos libros fueran sus más apreciados descendientes, pero les obligaba a leer en ella una hora diaria, aunque fuera verano y se oyeran a los chicos jugar y llamarles a voces para que se unieran a ellos. Impresionante sus comidas, que cumplían un estricto régimen y menú, con algún que otro plato de casquería para que se acostumbraran a comer de todo y pudieran ser ciudadanos del mundo. Y así seguía con otras consideraciones subrayadas con diferentes giros de admiración o desánimo.

Después de dar varias vueltas al posible destino e itinerario a seguir, decidió que le sorprendería con la elección final que hizo. Sería Autun, lugar cercano al que vivió con su abuela. Incluso pensó que no le diría a dónde iban, una especie de ruta a ciegas, a ver si conseguía recuperar algo de su antiguo entusiasmo.

—Natalia, quiero que sepas —anunció la noche después de leer el papel “Vale por un viaje a Francia”—, que te agradezco tu esfuerzo, pero este va a ser el último.

A Natalia se le puso un nudo en la garganta a la vez que una incipiente ira la acaloraba.

—¡Qué dramático!, ni que te fueras a morir —contestó acelerada.

—No es por eso —sonrió al decirlo—, es que estoy harto. Ya he ido a todos los sitios que quería conocer.

Ella se removió en el asiento, entonces no le quedaría más remedio que viajar sola, con amigas o en grupo, aseveró desafiante. Le parecía estupendo, contestó él con dulzura, su intención no era ponerle cortapisas.

Empezaron el viaje, ella, con la inquietud de que fuera el último juntos, él, dejándose llevar con la intención de hacérselo lo más amable posible. Cuando llegaron a Autun la inquietud de Javier se hizo patente. Le agradecía mucho que lo hubiera organizado, pero por qué precisamente ahí.

—Como ya no vamos a hacer más, pensé que te gustaría recorrer lugares de tu infancia —se justificó Natalia apenada.

Él la abrazó con ternura, le agradecía su esfuerzo de corazón, pero precisamente aquí fue el lugar donde pasó, quizás, el peor momento de su vida. La cogió de una mano y sin titubear la llevó a la catedral. Cuando estuvieron frente al pórtico, Javier le señaló el relieve de los tres Reyes Magos siendo despertados por el ángel.

—Pese a todo lo que me evoca, adoro esta escena —confesó solemne—. Ninguna otra imagen muestra más inocencia y ternura.

—¿Entonces?

Subió los hombros y suspiró. No podía olvidar el día, era un diciembre ventoso, helador, y se subió el cuello de la chaqueta como si ese frío le atenazara. Su abuela los trajo a la catedral a misa y antes de entrar les hizo fijarse en este relieve.

—Niños queridos —nos susurró muy cerca del oído—. Esta escena no solo representa el despertar de los Reyes, sino el de la inocencia.

Recordaba que la voz le titubeó, mientras los sostenía con firmeza a su hermana y a él cada uno cogido de una mano y que los tres se quedaron muy quietos mirando la obra. Iba vestida de negro, siguió, con un tembloroso velo que aleteaba igual que un indeciso pájaro en el helador día. Vosotros, nos dijo, aún representáis la inocencia y no quería despertaros, pero tenían que empezar a aceptar que a lo mejor sus padres iban a tardar mucho en volver o no lo harían nunca. Y su voz se quebró.

—No me lo habías contado —Natalia le apretó el brazo—. Siempre creí que luego viviste con ellos.

Él negó con la cabeza. Pero ella les había protegido, cuidado y, a su manera, querido con un amor sin fisuras. Nunca la oyó quejarse. Se dio la vuelta y señaló un bistró a su espalda. Antes era una chocolatería y esa mañana después de misa nos trajo ahí a tomar chocolate y todos los pasteles que quisiéramos. Algo en él se descompuso, se alejó de Natalia y vio cómo sus hombros se sacudían sin control. Dejó pasar un buen rato y al volver a su lado tenía los ojos algo enrojecidos.

—Gracias, querida, por haberme traído aquí. Fue una mujer impresionante.

© Cristina Vázquez

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