Si quiero hacer justicia al recuerdo de su rostro tengo, en primer lugar,
que referirme a la espectacular presencia en él de aquellos ojos suyos,
poseedores de un color difícilmente descriptible. Visto a pleno solo, bajo un
cielo transparente, eran dos cuentas de cristal que reflejaban una dulce
claridad azul. Cuando en las noches nos entregábamos a la fiesta de los besos,
en la semipenumbra de una alcoba, parecían afiebrarse, y entonces su mirada,
generalmente aguda e incisiva, mostraba brillos acerados que nunca supe
interpretar. Durante aquellas tardes otoñales junto al Mediterráneo, el alegre
azul de su mirada parecía diluirse en tonos verde-gris que deslucían el feliz
efecto de su compañía.
Sus ojos, no excesivamente grandes, pero sí enmarcados por larguísimas
pestañas me atraían hasta el punto de olvidar el color de sus cabellos y la
línea angular de su nariz perfecta. Un cierto rictus de rigor endurecía a veces
sus mejillas, pero nada como la mirada que dominaba la expresión.
No era su tez un lirio nacarado. Diminutas y azuladas sombras aparecían
en sus sienes evidenciando la transparencia de la piel sobre la invisible red
de sus vasos capilares. Al sonreir, algo frecuente a sus sofisticados
veintipocos años, se dilataba dicha red enmarcando aquellos ojos en un tono
afín con las pupilas.
Poco puedo decir de sus cabellos. Los recuerdo como gruesas hebras largas
que, en atención a los cuidados que se les prodigaban, adoptaban formas y
colores diferente. Ora aparecían elegantemente recogidos sobre una nuca de
finísima factura; a veces ofreciendo el seductor aspecto de melena que con
tanto ahínco intentan evitar las reglas musulmanas. Unas veces azabache, otras
rojizo como germen de maíz. En fin, su pelo la adornaba y quizás hasta
enaltecía el conjunto de su rostro, pero no definía los rasgos esenciales de su
imagen, como sí lo hacían en cambio sus menudos labios, nunca revestidos de
colores rutilante; como cediendo protagonismo a sus preciosos ojos.
Sus pómulos, apenas
sobresalientes, mostraban la tersura de una piel sana y juvenil que sugería a
los expertos la tentación por descubrir otras secretas redondeles que aquel
cuerpo ofrecería.
Puedo ahora decir que, durante aquellos meses, su rostro me llenaba el
alma, al tiempo que su cuerpo afianzó sobre la tierra la errante vaguedad de
mis primeras ilusiones.
© Ramón L. Fernández y Suárez
© Ramón L. Fernández y Suárez
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