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jueves, 27 de junio de 2013

Ramón L. Fernández y Suárez: En torno a la idea del amor





“El amor es mi religión” escuché decir a alguien al término del telediario y ello me llevó a pensar cuán lejos está la sociedad contemporánea, al menos la que vemos reflejada en los medios de comunicación más habituales, de la sana convivencia que dicha práctica impondría. Amor y amistad, provenientes de una misma raíz etimológica, constituyen hoy, no obstante, categorías diferentes que a través de su existencia y desarrollo se muestran divergentes cuando no antagónicas y hasta excluyentes.

El ser humano al estratificar sus relaciones lo ha hecho siempre en consonancia con sus cambiantes intereses. La proximidad ha determinado, desde un temprano inicio, el grado de afecto que la convivencia determina. El mandato genético que impone la supervivencia de la especie categoriza la atención y el cuidado de la prole situándole por encima de otras necesidades. Ello nos encadena al resto del orden natural. Cuando la cebra lame al potrillo o el ave alimenta a sus pichones asumen el mandato natural sin plantearse consideraciones. Si algún  predador amenaza a su descendencia responden con sagacidad o con fiereza. No es previsible poder calificar de amor dicha conducta cuando solo el instinto dicta la respuesta. Puede el progenitor comprometer su propia vida, pero su actuación no comporta un sacrificio. Al igual que el emparejamiento, ambas conductas no implican sentimientos.

En la vida de los hombres las cosas son más complicadas. La complejidad de nuestras relaciones prioriza los comportamientos humanos. Los sentimientos que matizan las manifestaciones de nuestras conductas suelen determinar el signo de las mismas. Dentro de la familia, primer y más estrecho círculo social, la convivencia armónica será siempre garantía de una mejor y más saludable realización del individuo. El afecto paterno-filial, extensión y consecuencia del llamado amor erótico, así como este mismo, constituyen dos aspectos cualificados de un mismo sentimiento cuyas raíces no es difícil detectar en el mismo instinto que desarrollan animales inferiores dentro de la escala de la zoología. El referido afecto se hace presente aún cuando otras relaciones de la vida social están por definir. Nace así el amor como fruto espontáneo del desarrollo  de las leyes naturales que han dado origen a la especie humana. La especificidad de nuestra especie (hoy hablaríamos del ADN) florece, por decirlo de forma metafórica, con la aparición de vínculos gratificantes que nada o poco tienen que ver con la mera supervivencia de la especie. Tan es de este modo, que esta aparición determina la de su contrario. El egoísmo, como contrapartida, se hace presente entonces como cara oculta y negativa en las relaciones humanas. ¿Estamos hablando de Caín y de Abel? Sí, pero asimismo de sus progenitores quienes, al margen de interpretaciones religiosas, modelan en la conciencia universal el prototipo básico de un núcleo familiar en nuestra especie.

Nuestra sociedad, creadora de cultura, es de igual modo, resultado de su obra. Obra que podrá verse interrumpida, pero nunca terminada. Estamos llamados (a veces condenados) a una constante evolución. Fuera del entorno familiar la mirada del individuo se extiende en busca de mayor apoyo. Al aliarse con sus semejantes surgirán nuevos nexos de afinidad o conflictividad que han de fraguarse en el común intento por un más fácil acomodo al medio natural, por arrancar mayores rentabilidades a los sudores cotidianos que debilitan su naturaleza. De esa lucha aparece la amistad, relación afectiva, gratificante realidad, acercamiento espiritual, lugar común de afinidades. Luz y calor, positivo anverso de la enemistad. Como forma de amor es también apoyo que combate la debilidad. Compañía y fortaleza en la necesidad.

Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, el término carnalidad se define como el “vicio y deleite de la carne”. El orden de conceptos introduce en el primer caso un elemento negativo. La palabra vicio viene asociada en todas sus connotaciones a la idea que más adelante explica el mismo texto como “falta de rectitud o defecto moral en las acciones”, entre otras acepciones. El término deleite, sin embargo, aporta elementos que se consideran positivos. “Placer de ánimo, placer sensual”. Aunque desde el enfoque matemático se ha sostenido siempre que el orden de los factores no altera el producto, no es menos cierto que, desde el punto de vista semántico, la ilustre institución traslada un mensaje antes contrario a los fines que de uso persigue la conducta humana. Mensaje que por comparación establece a priori lo torcido y no querido como valor capital y dominante en la definición que estamos analizando.

Y ¿qué relación guarda la anterior divagación con el texto acerca del amor que ahora nos ocupa?

No podemos con certeza establecer la calidad de las relaciones que inducen a los animales a la procreación. El mecanismo instintivo es posiblemente el mismo que les inclina al cuidado de su prole. El medio natural: intensidad estacional de las radiaciones emitidas por el astro rey con la consecuente subida de las temperaturas, su probado efecto sobre el metabolismo de las diferentes especies y quien sabe otros factores influyen en la bioquímica  individual. Todos formamos una unidad dentro de y con el medio natural, aunque nuestras reacciones y conductas han de manifestarse de acuerdo al grado de complejidad de los diversos organismos.

También sabemos que la aproximación erótica entre personas de sexo diferente, desde el inicio de la presencia de nuestros antepasados más remotos en este planeta, el mecanismo de la reproducción toma de ordinario cuerpo mediante el atractivo físico y carnal. El “deleite” que desde siempre ha ofrecido la referida aproximación es, de acuerdo con los designios naturales, la causa, motivo y la continuación de dicha actividad. Esta puede o no, verse desdoblada en dos planos diferentes: la mera “carnalidad” a nivel físico (metabólico), o puede de igual modo desarrollarse en el plano de la espiritualidad que es patrimonio exclusivo de los seres humanos. Ante este segundo supuesto, y nunca fuera del mismo, es que se produce el nacimiento de esa milagrosa floración en las conciencias de quienes involuntariamente la experimentan. Estamos aludiendo al llamado amor erótico, que puede tener alternativas en el definido como amor platónico, cuyo análisis y estudio corresponde a la Filosofía y quién sabe si a la Historia.

Por el disfrute de ese amor erótico (bíblica manzana) han de constituirse las parejas que devienen en progenitores. Entonces dicho amor se complementa con el sacrificio y se realiza como auténtica verdad cuando al deleite inicial se une la necesidad del mandato natural. “Obras son amores y no buenas razones” ha impreso la sabiduría popular. Cuando el sentimiento amoroso se define hace a quien lo experimenta estar presto a complacer y deleitar a quien hace objeto de los dorados dardos de Cupido. Dentro del círculo familiar se producen estas situaciones. La familia como paisaje original del ser humano produce las situaciones adecuadas para su aparición. Más allá de sus límites la sociedad ofrece oportunidades para el ejercicio de otras manifestaciones del amor. La amistad crea oportunidades para ello. La consideración y el afecto diligente que hoy llaman solidaridad muestran el camino para ampliar la dimensión y la calidad de nuestras relaciones. El amor a nuestros semejantes (dentro y fuera de nuestras fronteras) debería crear vínculos de ayuda y colaboración de toda índole para dar lugar a la realización de lo que llamaríamos amor fraterno. Esto no deja de ser una aspiración ampliamente desmentida por la historia de la desde sus comienzos.

La Biblia no es historia, pero como más antiguo testimonio de las tradiciones que han conformado nuestra sociedad nos ofrece desde el Pentateuco la narración de una consecución interminable de guerras, carnicerías y desastres que evidencian la cara opuesta del amor a través de todas las edades. Parece una realidad inalcanzable y cuesta trabajo creer que no lo sea; no obstante, es un hecho constatable que el estado actual de las relaciones entre los humanos se aleja grandemente del marco inicial de dichas relaciones. Superada la Ley del Talión, nuevos grados de crueldad tomaron cuerpo entre los hombres y durante el transcurso de las diferentes etapas de la historia la modificación virtual de los castigos pasó de la venganza hacia las penas reguladas por el poder establecido. Hablamos, desde luego, de períodos éticos dentro del desarrollo social. Hablamos, en general, de evolución de los comportamientos en épocas de paz, que es cuando suele generarse el pensamiento civilizador. Visto de esta forma, el amor-misericordia ha evolucionado por la vía del humanismo que desde el S. XV ve en el hombre la medida de todas las cosas y de cuanto fenómeno tiene lugar dentro del entorno que crean sus relaciones.

El amor a la humanidad debiera concretarse en la solidaridad. El amor ético se define en la misericordia. El amor religioso ha de manifestarse en la caridad. Tres conceptos diferentes que entrañan una misma realidad, que suponen un afán por alejarnos individual y colectivamente de la selva y la caverna, del oscurantismo y la barbarie.

No creo que la civilización baste para poner fronteras que limiten las tendencias negativas que abriga el ser humano. Creo, no obstante y la historia así lo ha demostrado,  que bajo cualquiera de las concreciones bajo las que se materialice, el amor gana terreno gradual en las relaciones de los hombres. Como idea que aspira a corporizarse en forma de norma conductual ha producido efectos legales y jurídicos que en su constante formulación y reformulación marcan pautas ideales de comportamiento, al par que establecen parcelas cada vez más amplias para la convivencia justa y a la vez pacífica dentro de las distintas sociedades.


 © Ramón L. Fernández y Suárez                                                                                  

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