“El amor es mi religión” escuché decir a alguien al término
del telediario y ello me llevó a pensar cuán lejos está la sociedad
contemporánea, al menos la que vemos reflejada en los medios de comunicación
más habituales, de la sana convivencia que dicha práctica impondría. Amor y
amistad, provenientes de una misma raíz etimológica, constituyen hoy, no
obstante, categorías diferentes que a través de su existencia y desarrollo se
muestran divergentes cuando no antagónicas y hasta excluyentes.
El ser humano al estratificar sus relaciones lo ha hecho
siempre en consonancia con sus cambiantes intereses. La proximidad ha
determinado, desde un temprano inicio, el grado de afecto que la convivencia
determina. El mandato genético que impone la supervivencia de la especie
categoriza la atención y el cuidado de la prole situándole por encima de otras
necesidades. Ello nos encadena al resto del orden natural. Cuando la cebra lame
al potrillo o el ave alimenta a sus pichones asumen el mandato natural sin
plantearse consideraciones. Si algún
predador amenaza a su descendencia responden con sagacidad o con
fiereza. No es previsible poder calificar de amor dicha conducta cuando solo el
instinto dicta la respuesta. Puede el progenitor comprometer su propia vida,
pero su actuación no comporta un sacrificio. Al igual que el emparejamiento,
ambas conductas no implican sentimientos.
En la vida de los hombres las cosas son más complicadas. La
complejidad de nuestras relaciones prioriza los comportamientos humanos. Los
sentimientos que matizan las manifestaciones de nuestras conductas suelen
determinar el signo de las mismas. Dentro de la familia, primer y más estrecho
círculo social, la convivencia armónica será siempre garantía de una mejor y
más saludable realización del individuo. El afecto paterno-filial, extensión y
consecuencia del llamado amor erótico, así como este mismo, constituyen dos
aspectos cualificados de un mismo sentimiento cuyas raíces no es difícil
detectar en el mismo instinto que desarrollan animales inferiores dentro de la
escala de la zoología. El referido afecto se hace presente aún cuando otras
relaciones de la vida social están por definir. Nace así el amor como fruto
espontáneo del desarrollo de las leyes
naturales que han dado origen a la especie humana. La especificidad de nuestra
especie (hoy hablaríamos del ADN) florece, por decirlo de forma metafórica, con
la aparición de vínculos gratificantes que nada o poco tienen que ver con la
mera supervivencia de la especie. Tan es de este modo, que esta aparición
determina la de su contrario. El egoísmo, como contrapartida, se hace presente
entonces como cara oculta y negativa en las relaciones humanas. ¿Estamos
hablando de Caín y de Abel? Sí, pero asimismo de sus progenitores quienes, al
margen de interpretaciones religiosas, modelan en la conciencia universal el
prototipo básico de un núcleo familiar en nuestra especie.
Nuestra sociedad, creadora de cultura, es de igual modo,
resultado de su obra. Obra que podrá verse interrumpida, pero nunca terminada.
Estamos llamados (a veces condenados) a una constante evolución. Fuera del
entorno familiar la mirada del individuo se extiende en busca de mayor apoyo.
Al aliarse con sus semejantes surgirán nuevos nexos de afinidad o
conflictividad que han de fraguarse en el común intento por un más fácil
acomodo al medio natural, por arrancar mayores rentabilidades a los sudores
cotidianos que debilitan su naturaleza. De esa lucha aparece la amistad,
relación afectiva, gratificante realidad, acercamiento espiritual, lugar común
de afinidades. Luz y calor, positivo anverso de la enemistad. Como forma de
amor es también apoyo que combate la debilidad. Compañía y fortaleza en la
necesidad.
Según el Diccionario de la Real Academia Española de la
Lengua, el término carnalidad se
define como el “vicio y deleite de la carne”. El orden de conceptos introduce
en el primer caso un elemento negativo. La palabra vicio viene asociada en
todas sus connotaciones a la idea que más adelante explica el mismo texto como
“falta de rectitud o defecto moral en las acciones”, entre otras acepciones. El
término deleite, sin embargo, aporta elementos que se consideran positivos.
“Placer de ánimo, placer sensual”. Aunque desde el enfoque matemático se ha
sostenido siempre que el orden de los factores no altera el producto, no es
menos cierto que, desde el punto de vista semántico, la ilustre institución
traslada un mensaje antes contrario a los fines que de uso persigue la conducta
humana. Mensaje que por comparación establece a priori lo torcido y no querido
como valor capital y dominante en la definición que estamos analizando.
Y ¿qué relación guarda la anterior divagación con el texto
acerca del amor que ahora nos ocupa?
No podemos con certeza establecer la calidad de las relaciones
que inducen a los animales a la procreación. El mecanismo instintivo es
posiblemente el mismo que les inclina al cuidado de su prole. El medio natural:
intensidad estacional de las radiaciones emitidas por el astro rey con la
consecuente subida de las temperaturas, su probado efecto sobre el metabolismo
de las diferentes especies y quien sabe otros factores influyen en la
bioquímica individual. Todos formamos
una unidad dentro de y con el medio natural, aunque nuestras reacciones y
conductas han de manifestarse de acuerdo al grado de complejidad de los
diversos organismos.
También sabemos que la aproximación erótica entre personas
de sexo diferente, desde el inicio de la presencia de nuestros antepasados más
remotos en este planeta, el mecanismo de la reproducción toma de ordinario
cuerpo mediante el atractivo físico y carnal. El “deleite” que desde siempre ha
ofrecido la referida aproximación es, de acuerdo con los designios naturales,
la causa, motivo y la continuación de dicha actividad. Esta puede o no, verse
desdoblada en dos planos diferentes: la mera “carnalidad” a nivel físico
(metabólico), o puede de igual modo desarrollarse en el plano de la
espiritualidad que es patrimonio exclusivo de los seres humanos. Ante este
segundo supuesto, y nunca fuera del mismo, es que se produce el nacimiento de
esa milagrosa floración en las conciencias de quienes involuntariamente la
experimentan. Estamos aludiendo al llamado amor erótico, que puede tener
alternativas en el definido como amor platónico, cuyo análisis y estudio
corresponde a la Filosofía y quién sabe si a la Historia.
Por el disfrute de ese amor erótico (bíblica manzana) han
de constituirse las parejas que devienen en progenitores. Entonces dicho amor
se complementa con el sacrificio y se realiza como auténtica verdad cuando al
deleite inicial se une la necesidad del mandato natural. “Obras son amores y no
buenas razones” ha impreso la sabiduría popular. Cuando el sentimiento amoroso
se define hace a quien lo experimenta estar presto a complacer y deleitar a
quien hace objeto de los dorados dardos de Cupido. Dentro del círculo familiar
se producen estas situaciones. La familia como paisaje original del ser humano
produce las situaciones adecuadas para su aparición. Más allá de sus límites la
sociedad ofrece oportunidades para el ejercicio de otras manifestaciones del
amor. La amistad crea oportunidades para ello. La consideración y el afecto
diligente que hoy llaman solidaridad muestran el camino para ampliar la
dimensión y la calidad de nuestras relaciones. El amor a nuestros semejantes
(dentro y fuera de nuestras fronteras) debería crear vínculos de ayuda y
colaboración de toda índole para dar lugar a la realización de lo que
llamaríamos amor fraterno. Esto no deja de ser una aspiración ampliamente desmentida
por la historia de la desde sus comienzos.
La Biblia no es historia, pero como más antiguo testimonio
de las tradiciones que han conformado nuestra sociedad nos ofrece desde el
Pentateuco la narración de una consecución interminable de guerras, carnicerías
y desastres que evidencian la cara opuesta del amor a través de todas las
edades. Parece una realidad inalcanzable y cuesta trabajo creer que no lo sea;
no obstante, es un hecho constatable que el estado actual de las relaciones entre
los humanos se aleja grandemente del marco inicial de dichas relaciones.
Superada la Ley del Talión, nuevos grados de crueldad tomaron cuerpo entre los
hombres y durante el transcurso de las diferentes etapas de la historia la
modificación virtual de los castigos pasó de la venganza hacia las penas
reguladas por el poder establecido. Hablamos, desde luego, de períodos éticos
dentro del desarrollo social. Hablamos, en general, de evolución de los
comportamientos en épocas de paz, que es cuando suele generarse el pensamiento
civilizador. Visto de esta forma, el amor-misericordia ha evolucionado por la
vía del humanismo que desde el S. XV ve en el hombre la medida de todas las
cosas y de cuanto fenómeno tiene lugar dentro del entorno que crean sus relaciones.
El amor a la humanidad debiera concretarse en la
solidaridad. El amor ético se define en la misericordia. El amor religioso ha
de manifestarse en la caridad. Tres conceptos diferentes que entrañan una misma
realidad, que suponen un afán por alejarnos individual y colectivamente de la
selva y la caverna, del oscurantismo y la barbarie.
No creo que la civilización baste para poner fronteras que
limiten las tendencias negativas que abriga el ser humano. Creo, no obstante y
la historia así lo ha demostrado, que
bajo cualquiera de las concreciones bajo las que se materialice, el amor gana
terreno gradual en las relaciones de los hombres. Como idea que aspira a
corporizarse en forma de norma conductual ha producido efectos legales y
jurídicos que en su constante formulación y reformulación marcan pautas ideales
de comportamiento, al par que establecen parcelas cada vez más amplias para la
convivencia justa y a la vez pacífica dentro de las distintas sociedades.
© Ramón L. Fernández y Suárez
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