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Revista de la Universidad
Politécnica de Madrid nº 10 diciembre 2007
Homenaje
Ahora que se ha ido y su sombra
se despide entre las nieblas matinales de este otoño (“el Pisuerga da muchas
nieblas”), ahora que su obra es ya definitiva, queremos dedicar un breve
espacio a comentar uno de sus primeros títulos en el que brillan destellos de
su genio-ingenio, increíblemente descriptivo en su economía de palabras. Ocho o
diez vocablos enlazados hábilmente para definir desde su esencia un personaje,
una situación o un estado de la mente: “Hijo, aquí estoy en el desorden de tu
ausencia” (Mortal y rosa), “yo quería ser sublime sin interrupción” (Las
ninfas). Son solo un par de ejemplos para ilustrar con toda claridad su aludida
facultad de síntesis. Umbral, deslumbrante pluma castellana para la historia
literaria de nuestro Amado siglo XX. De entre su ingente
actividad creadora hoy queremos bosquejar un breve repaso a uno de los trabajos
que, aunque no reciente, tiene el atractivo de mostrar las mejores cualidades
de su autor. Los helechos arborescentes (1980). Escatológico y valleinclanesco.
Sarcástico, truculento y culterano, repasa varios siglos de la historia de
España en forma medular y desestructurada. Canallesco a veces, siempre lírico y
amargo, sus páginas descaradamente hermosas compendian una visión desde la
orilla opuesta a lo que por entonces perdía la condición de “lo políticamente
correcto” y aceptable. Escrito en los años de la transición, sale a la luz
apenas dos años después de promulgarse la Constitución de 1978, hecho que
relajó el marco de la expresión y del mensaje permitiendo de este modo un
lenguaje literario que no tiene por qué encriptar sus contenidos. De ahí su tendencia
iconoclasta que refleja el deambular de las ideas que por aquel entonces
desarrollaba el escritor.
Quizá sea durante el fragmento en
el que Francesillo, ingenuamente golfo álter ego del autor, nos habla del
imaginario personaje Luna, aquel donde la fantasía de Umbral alcanza su cenit.
Asimismo, alrededor de dicho personaje se desarrolla un excepcional momento de
inspiración esteticista que indudablemente halla eco en otros autores
contemporáneos entre quienes podría destacarse José Luis Sampedro (La vieja
sirena): amor, sexo y belleza como elementos necesarios para el disfrute no
convencional de exquisitos seres superiores. Esto, y la profundísima mirada
crítica a un entorno que en cada nueva etapa histórica parece repetir sus más
íntimas esencias, es cuanto une (y distancia) a Umbral con muchos de los
escritores que en Castilla han sido sus contemporáneos. También reside su
importancia, al margen de sus peculiaridades, no solo en el hecho de servir de
puente entre el romanticismo de Espronceda y Larra (por citar solo un par de
nombres) pasando por Ramón María y González Ruano y el universo del periodismo
literario que ahora mismo disfrutamos; en el que hasta ayer su firma gozaba de
incomparable relevancia.
Si a todo lo anterior se añade la
riqueza y variedad del vocabulario que manejó el escritor a través de las 288
páginas de esta narración, llegamos a la conclusión de que quien diera vida a
este relato mereció el lugar que sus muchos premios y reconocimientos le
avalan. Porque dominó como pocos “la magia de la palabra… el secreto, en fin,
de la literatura”.
© Ramón L. Fernández y Suárez
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