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jueves, 5 de diciembre de 2013

Ramón L. Fernández y Suárez: Historias del Mediterráneo núm. 1





ANTE LA SUBLIME PUERTA





Dieciséis días habían transcurrido desde la mañana gris en que, con tronar de centellas y estremecimientos telúricos, el Etna erupcionaba una vez más. Nada hacía predecir que el amanecer dominical iniciaría una enésima alteración de la vida siciliana. Este día trece no caía en martes ni en viernes; por tanto, ni anglosajones ni latinos habrían recelado de tan infausta fecha. Todo se desarrollaba con normalidad en la calle Santa Justa de Sevilla. Iban los niños al colegio de mañana acompañados por sus madres y éstas, como de costumbre, luego de dejarlos al cuidado de sus educadores se dirigían a sus puestos de trabajo, a sus compras cotidianas y a otras muy diversas ocupaciones. También los padres habían iniciado su jornada laboral o se dirigían hacia ella. La ciudad, pues, como otras tantas, se metía en su plena actividad con un bullir de tráfico creciente que indicaba estados de opulencia generalizada, aunque no uniforme, en un área del llamado “primer mundo”, cuya capital indiscutida experimentaba aún la sangrienta realidad en que dos meses antes nos sumiera el mayor acto terrorista de la historia.


El otoño sevillano exhibía a ratos su matizada luz de oro, suavizada por la humedad con que el río a menudo envuelve la ciudad. Eran dos ciudades diferentes compartiendo referencias mediterráneas. Pero en Messina el cielo se cubría con negras y amenazantes vaporadas que parecían escapar de las entrañas del planeta. Hacia las nueve despegó el avión que, desde el aeropuerto de San Pablo, me acercaría hasta El Prat de Barcelona, donde hora y media más tarde abordaría un vuelo con destino a Milán para desde allí volar nuevamente hasta Catania, en un perfecto ensamblaje de horarios ajustados casi milagrosamente que me permitirían desayunar en Sevilla y cenar en la ciudad epónima del estrecho que separa al continente de la mayor isla del Mediterráneo. Mi destino, en este viaje algo desafiante, era esa urbe medieval martirizada en 1783 y ahora de nuevo amenazada por la furia de los titanes que parecen no aceptar jamás su derrota ni el castigo subterráneo que el triunfador del Olimpo para ellos diseñó.


Ya en el aeropuerto de la ciudad condal todo pareció comenzar a dilatarse más allá de lo usual en las actuales circunstancias de la aviación comercial. Casi una hora más tarde de lo previsto se anunciaba en las pantallas horarias el retraso oficial de nuestro vuelo. Los viajeros, justificadamente inquietos, se acercaban al mostrador de información demandando respuestas a sus múltiples preguntas, lugar donde obtenían vagas alusiones a dificultades para el aterrizaje en el destino final. Hacia las dos de la tarde se anunció  la definitiva cancelación de todos los vuelos a Catania y se informó a los pasajeros que debían pasar por las oficinas de Iberia a fin de determinar si regresaban a sus lugares de origen o desarrollarían otras alternativas. Ante dichas inesperadas circunstancias, se me planteó un gran interrogante: ¿regresar a Sevilla, habiendo perdido el tiempo y las ilusiones de asistir a la inauguración de la temporada en el Teatro Massimo de Palermo – aquella Madame Butterfly prometía una velada excepcional -, de vagabundear entre las ruinas de la mayor concentración de ciudades de la Magna Grecia? En fin, tras quince minutos de meditación “trascendental”, tomé la decisión por unanimidad conmigo mismo, de sacar partido de aquella inesperada situación por otros derroteros, y puesto en contacto telefónico con mi agente de viajes en los grandes almacenes donde había comprado mi billete, cancelé aquel itinerario y allí mismo en el aeropuerto del Prat gestioné y compré un nuevo paquete para el primer destino interesante que se me ofreció: Estambul, ciudad siempre envuelta en ensoñaciones sugerentes, umbral de la Sublime Puerta, fusión de edades y culturas diferentes.


Entre todas las expectativas que me despertaba aquel itinerario de emergencia, no era la menor el hecho de pisar por vez primera lo que ya es considerado parte del continente asiático. Cruzar el Bósforo se me antojaba entonces como “poner la pica en Flandes” para las huestes castellanas del S. XVI. Estambul y sus palacios otomanos son ya en sí mismos potentes acicates para los curiosos de exotismos culturales. Pero si a ello añadimos la presencia dentro de su perímetro de auténticas joyas bizantinas, irrepetibles fuera de su entorno; de múltiples vestigios de previos modos de pensar, así como de testimonios que dejara la fugaz presencia de la cultura europea occidental, todo yuxtapuesto dentro de una limitada dimensión peninsular; todo ello, en fin, modificó el rumbo de mi interés vacacional original a resultas de lo cual, me vi arrojado, de forma inopinada en un modestísimo alojamiento (¿pensión con ínfulas de hotel?) de una tercera planta de la calle Istiklal.


Pasaba de las once de la noche cuando subía las escaleras cargado con mochila y arrastrando una vieja maleta de aspecto algo destartalado. Suelo evitar los equipajes suntuosos para no atraer el interés de los desaprensivos. Accioné el timbre una y otra vez hasta que, pasados diez minutos, al parecer interminables, se abrió la puerta y un casi anciano de bigote prominente me franqueó la entrada. ¿Cómo pudimos entendernos? Un mal inglés compartido por ambos interlocutores y la ayuda-testimonio del voucher que blandía en mi diestra hicieron el resto del milagro. Cuarenta minutos más tarde yacía sobre un camastro estrecho revestido de una barata colcha de múltiples colores.


Abrí los ojos a las diez de la mañana. Entraba un sol dorado a través del pequeño cristal de la única ventana que, al abrirse, llenó de ruidos la estrecha habitación, casi un pasillo entre la puerta de acceso y la del minúsculo aseo en el extremo opuesto. En total, seis metros de distancia aproximadamente. Tomé una ducha, único lujo en medio de tanta sordidez. Salí a la calle y busqué algo de comer. La oferta era variada, al gusto otomano y también occidental. La única dificultad era la, al parecer, la infranqueable muralla lingüística que entorpecía la rápida satisfacción de mis necesidades. Luego de mucho andar y alguna indecisión, entré a un bar-cafetería donde mediante indicaciones digitales intenté hacerme entender. Cuando finalmente me sirvieron el pedido, oí decir a una voz con fuerte acento:


-¿Eres del Barca o del Madrid?


Cuando mi sorpresa inicial dejó paso a una sonrisa, solo pude preguntar:


-¿Cómo sabes mi procedencia?


-Porque llevas la bandera en el reloj.


Entonces fue cuando caí en la cuenta de algo que ya había olvidado, lo cual me hizo reír una vez más.


-Y a ti, ¿cuál es el equipo que te gusta?


-Para mí, el Madrid es el mejor del mundo. Sus jugadores no tienen competencia.


-Será por el dinero que les cuesta-, respondí mientras trasegaba una tostada.


Aquella mañana, ya casi mediodía, la pasé acopiando información turística. La premura de mi decisión no me había dado opción a preparar el viaje. Mis conocimientos previos acerca de la ciudad carecían de detalles. Direcciones, horarios, medios de transporte y otras cosas que de ordinario dispongo antes de emprender itinerarios. En una oficina de turismo solo pude hallar folletos en inglés, pues de francés ando peor. De esa forma, algo imprecisa, comencé mi recorrido por aquella populosa urbe. Dos días más tarde, tras haber visitado los principales hitos monumentales de Bizancio-Constantinopla, casi extenuado por un calor inesperado en dichas fechas y por los paseos agotadores entre mezquitas, palacios, iglesias, zocos y museos, decidí aceptar el consejo dado por mi conserje-recepcionista y dirigí mis pasos hacia los baños llamados “Chamberlitas”. Lugar frecuentado por paisanos y turistas, cuyas puertas traspuse no sin cierta suspicacia. El exterior del edificio, emplazado sobre un esquinazo de dos calles principales de un barrio periférico, no hace suponer el encanto modesto y decadente que atesora en su interior. No busque el visitante derroche suntuario en sus instalaciones. Tras una primera sala donde se abonan los servicios y hasta puede disfrutarse un refrigerio, se dirige a los usuarios en dos direcciones diferentes hacia donde se encaminan los bañistas según el sexo a que pertenezcan. Tras pasar estos umbrales, ya en pleno reino de barbas y bigotes, comienza a percibirse un ralentizarse de los ritmos y una gradual disminución de la iluminación. Tras el desnudo y ceñido de la toalla a rayas de sencillo algodón multicolor para cubrir los genitales se pasa a la gran sala circular bajo bóveda estrellada que difunde una amable iluminación cenital. No hay palabras, quizás una apenas perceptible música ambiental que hoy, en occidente, llamaríamos “chill out”. La temperatura interior uniformemente mantenida alrededor de 27 grados facilita la apertura de los poros de una piel antes predispuesta a ello mediante baños de agua tibia que se obtiene de varias fuentes de mármol circundantes.


Tras  dicho ritual, el entrante o primer plato. Lo que sigue es yacer sobre la gran mesa de mármol circular cuya temperatura constituye el corazón térmico de las instalaciones. ¿Cuánto tiempo ha de yacerse sobre dicha losa? Eso lo decide la voluntad de los yacentes. Cada usuario sigue su propio ritmo y en silencio libera su imaginación. A este feliz invento multicentenario le llamamos relajación en occidente. Allí es una suerte de higiene mental, sólo a veces interrumpida por la acción del agua que un empleado designado a tal efecto derrama a ratos sobre los bañistas.


A este período sigue el plato fuerte. Según sea previamente convenido, llega el turno de los masajistas. No espere el visitante un complaciente deslizar la palma de unas manos sobre su piel ya relajada. Los masajes que allí se practican pueden llegar a semejar verdaderas luchas contra la naturaleza. Fuertes apreturas y contracciones de las extremidades. Sabios golpes impartidos con los bordes de las manos sobre las masa musculares. Presiones ejercidas sobre cada vértebra. Inesperada actuación casi brutal sobre la nuca… Luego, una vez terminado el trabajo de estos humanos instrumentos, un posterior y último reposo sobre la cálida losa, una ducha y finalmente un re-encuentro con la calle, como flotando a bordo de una nube. Toda una experiencia para los profanos, que creen sentirse entonces como Solimán resucitado.


Como es fácil suponer, cada día tomaba el desayuno donde lo había hecho la primera vez, más por comodidad lingüística que por otra cosa. Así, cada mañana echaba una pequeña aunque imperfecta parrafada con Kemal, el camarero madridista que unas veces me ofrecía una, según él, una magnífica dosis de auténtica viagra a precios irrisorios, y otras veces direcciones donde disfrutar de las célebres delicias turcas.


-Kemal, vengo a tu país por otras cosas. Si algún día me apetece esa clase de servicios, ya te lo    diré.


-Vale, pero en cualquier caso guarda esta dirección-, dijo mientras me alargaba una pequeña y blanca tarjeta de visitas,- Puedes acudir a cualquier hora.


Intentando amablemente obviar tanta insistencia, guardé en un bolsillo el objeto de sus recomendaciones. Salí a la calle y me dirigí en busca de Topkapi, donde pasé toda la mañana. 



En una de sus múltiples terrazas junto al mar,  surcado por docenas de barcazas y de blancos navíos de toda envergadura, tomé un sándwich para luego partir con destino a esa delicada mansión que llaman Dolmabache.


Hacia las ocho de la tarde-noche, la antevíspera de mi partida, tropezó mi diestra en el bolsillo de la sahariana con la pequeña cartulina que había guardado durante la mañana. Tomando un vaso de té verde leí varias veces el mensaje bilingüe con la dirección. Comencé entonces a meditar la sugerencia de Kemal. Dicho de otro modo, comencé a experimentar la tentación.-¿Por qué no probar el, para mí, exótico placer que me ofrecía aquella dirección? Ni el propio camarero tendría que enterarse, ya que no tenía intención de comentarlo…


No era turca. Me dijo que era nativa de Bulgaria y ejecutó su trabajo con gran sabiduría. De piel muy blanca y abundante en carnes, las ojeras que rodeaban sus hermosos ojos negros, no obstante la aproximaban a las mujeres otomanas.


-He vivido en Barcelona. Bueno, más bien en Mataró. Entré como turista y trabajé ilegal durante año y medio. Luego todo se hizo más difícil y tuve que marchar.


-¿Qué Hacías allí?


-Pues… un poco de todo. Como aquí.


-¿Te ganabas la vida con el sexo?


-Sí, bueno, también hice otras cosas. Fregué escaleras, cuidé ancianos enfermos durante unos meses. No fueron para mí tiempos peores.


-¿Vives aquí, quiero decir en este piso?


-Cuando estoy en Estambul, suelo trabajar y dormir en esta casa.


-¿Y cuando no estás aquí?


-Vuelvo a Sofía varios mese cada año.


Renuncié a seguir investigando, por ello desistí de hacer otras preguntas. Había venido a hacer lo que me apetecía y estaba satisfecho. Sentí deseos de salir de aquellas dos habitaciones que conformaban la triste vivienda. Como había abonado los servicios por adelantado, procedí a vestirme mientras ella, en combinación de medio cuerpo, permanecía reclinada sobre una almohada.


-¿Cuándo regresas a España?


-Pasado mañana.


-¿Vives en Barcelona?


A punto estuve de decirle que en Sevilla, pero en un repentino esfuerzo por distanciarme de mi interlocutora, respondí:


-No, soy de Puertollano, un pueblo de Ciudad Real.


En busca de algo amable como despedida, me escuché añadir:


-Ha estado muy bien, que tengas suerte-, mientras esbozaba una sonrisa.


Así comencé a bajar la estrecha y húmeda escalera apenas mal iluminada por una desnuda bombilla en cada tramo, cuando se abrió la puerta de la calle y hacia mí avanzó una figura masculina que emprendía la subida. Era inevitable el encontrarnos para cedernos mutuamente el paso, momento en el cual la media luz me permitió descubrir el sonriente rostro de Kemal.

-Sabía que vendrías. ¿Lo has pasado bien?


Mi perplejidad debió notarse mucho en la penumbra. Kemal se destocó el gorro de punto con que se cubría y, colocando su diestra sobre mi hombro izquierdo, preguntó:


-¿Subimos y tomamos una copa?


-No gracias, es tarde y me apetece descansar-, fue cuanto se me ocurrió decir.


-Bien, regresa a tu hotel y que pases una buena noche.


Proseguimos nuestros caminos divergentes mas, cuando alcanzó el rellano y yo estaba a punto de girar el picaporte alzó su voz para decir, dejando ver sus dientes:


-Puedes volver mañana si lo estimas conveniente.


Han pasado varios años. Las ardientes lavas han regresado al corazón del Etna y esta mañana, mientras hacía la maleta para viajar con dirección Palermo, he recordado las incidencias de aquel viaje casual que me llevó al estrecho de los Dardanelos. A bordo de esta nave recompongo por escrito unas ideas que no han cesado de acompañarme desde entonces.




© Ramón L. Fernández y Suárez


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